El control de las materias primas genera múltiples batallas con millones
de víctimas, más que ningún otro conflicto haya provocado. Y no solo mata el
hambre.
Dicen que si a las cosas no les ponemos nombres no
existen. Así que cuanto antes bauticemos a la actual escalada militar que se ha
convertido ya en una tercera guerra mundial, mejor. Antes la reconoceremos y
antes podremos, tal vez, detenerla. Propongo llamarla la Guerra
Alimentaria.
Para decidir que hablamos de una guerra, según la
Wikipedia, debemos focalizar “un conflicto que enfrenta violentamente a dos
grupos humanos masivos, y que comporta como resultado la muerte, individual o
colectiva, mediante el uso de armas de toda índole”. Pues bien, los dos grupos
humanos masivos en conflicto están bien definidos. Generalizando, en un bando
los países ricos del norte o países industrializados, en el otro los países del
sur donde el sector primario sigue siendo el predominante (aunque ciertamente
hay sures en los nortes, y nortes en los sures). Que la muerte es el resultado
de este conflicto es algo obvio. Hablamos de millones de víctimas, cifras como
nunca antes otra guerra ha provocado. Y aunque el conflicto que genera
múltiples batallas es por el control de los alimentos, no solo de hambre mueren
las víctimas. Las muertes de esta guerra alimentaria tienen muchas formas de
presentarse. Tantas como armas de toda índole se están usando.
Entre las armas más conocidas tenemos el expolio,
que si en tiempos de colonización eran invasiones a mano armada, en tiempos de
neocolonizaciones son algo más sutiles y avanzan disfrazadas de inversiones
agrícolas para favorecer el desarrollo del país. Muy similar, el acaparamiento
de bienes comunes es otra fórmula de despojo consistente en el control de la
tierra, el agua o las semillas. Los paramilitares en Colombia usurpando tierras
en favor de los grandes terratenientes de la palma africana es uno de los
muchos ejemplos que podríamos citar. Estas dos armas, junto con el libre
comercio que nunca favorece a las pequeñas agriculturas de los países del Sur,
conforman una tríada ampliamente identificada y denunciada que acaba con la
soberanía alimentaria de miles de territorios y que es responsable del hambre,
la muerte o el éxodo.
Conviene ahora añadir tres armas en los arsenales de
este nuestro primer mundo inquieto e innovador. La primera de ellas, las bombas
y los misiles directamente disparados sobre objetivos agrícolas. Como explica
el informe Estrategias de la Coalición en la Guerra del Yemen, escrito
por Martha Mundy, y presentado el pasado mes de octubre, 22 millones de
personas, el 75% de la población yemení, sufren de hambre, y de ellas, más de 8
millones precisan de ayuda urgente y constante. Claramente, desde mediados del
2015, explica el informe, los objetivos militares de esta Guerra Alimentaria
ponen la atención en las zonas rurales y en los sistemas de producción y
distribución alimentaria. En las mejores zonas agrícolas, los bombardeos han
reducido a la mitad las hectáreas de tierras aptas para el cultivo y han provocado
que entre el 20 y el 61% de la producción de fruta y verdura y ganadería haya
desaparecido. Las capturas de pesca han caído alrededor de un 50% porque los
ataques aéreos han asesinado a casi 150 pescadores. Y entre tanta destrucción
alimentaria, también se mantiene bloqueado el puerto de Hodeida por donde
entraba el 80% de los alimentos importados del país. Ejemplos como el del Yemen
los podemos encontrar idénticos en el caso de Palestina.
La segunda de ellas la tenemos muy visible. Frente
al éxodo provocado en este conflicto mundial consistente en dominar el acceso a
los alimentos, Europa y EEUU están ofreciendo la misma respuesta. Vallas, muros
y un amplio despliegue militar para frenar cualquier posibilidad de llegada de
personas migrantes a nuestros territorios. Solo en el Mediterráneo se cuentan
en miles las personas fallecidas frente a este escudo de protección. Mueren con
las manos buscando manos.
La tercera de estas armas está en fase de
desarrollo. Bajo el argumento de “garantizar alimentos al país ante situaciones
de sequía, plagas, inundaciones o bioterrorismo”, la Agencia de Proyectos de
Investigación Avanzada de Defensa, del Departamento de Defensa de Estados
Unidos, está desarrollando el llamado Project Insect Allies. Como
explican en su página web, la tecnología que pretenden desarrollar consiste en
la introducción de un virus, a partir de un insecto, en los cultivos agrícolas
deseados, consiguiendo modificar rápidamente el ADN de estas plantas. Es decir,
si imaginamos que un campo de trigo está siendo afectado por una tremenda
sequía, se dispondrá de un ejército de insectos modificados genéticamente que
sobrevolando dichos campos podrá inyectarles o administrarles un
virus, también genéticamente modificado, que conseguirá cambiar el ADN del cultivo
de trigo para darle, en este caso, mayor capacidad de resistencia frente a la
sequía en el mismo momento que la necesita. Como recientemente ha recogido la
revista Science, esta misma tecnología que se presenta como
protectora de los cultivos puede perfectamente ser usada como arma biológica
para acabar con los cultivos de tu enemigo, haciendo caer sobre ellos un
ejército de estos insectos mutantes equipado con un virus con capacidad
infecciosa o esterilizante. Con las nuevas técnicas de edición genética CRISPR,
no hablamos de ciencia ficción.
¿Y llegaremos a este extremo? Seguro que sí, la
relación de amor entre las grandes multinacionales agrícolas y los aparatos
militares ya tienen muchos años de cosechar resultados, como Bayer o Monsanto demostraron en la II Guerra Mundial y en la
Guerra de Vietnam, respectivamente. Estas tecnologías no parecen acertadas y a
mi entender, lo que urge es reconocer que el mundo del norte se equivocó en su
carrera loca y capitalista de industrialización y que debe volver a poner en
práctica aquello por lo que está militarmente batallando: producir sus propios
alimentos.
Más agricultura local es una retirada a tiempo, por
el bien del planeta.
Gustavo Duch es escritor y
veterinario. Coordinador de la revista Soberanía Alimentaria,
Biodiversidad y Culturas y autor de libros como Mucha Gente
Pequeña y Lo Que Hay Que Tragar.
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