Vergüenza en los colegios españoles: 10 millones
de kilos de comida acaban en la basura
Una madre indignada impulsa la campaña #CroquetasIlegales para luchar contra el despilfarro
¿Ha
comido alguna vez croquetas ‘ilegales’? Seguro que sí, porque no son más que
las que elaboramos en casa con restos de otros platos. Pues bien, este
miércoles 19 de octubre han saltado de las cocinas domésticas al Congreso de
los Diputados para ser degustadas por los parlamentarios. Una iniciativa que
forma parte de la campaña #CroquetasIlegales promovida por una madre catalana, Cristina Romero, para aprovechar el excedente de comida procedente de
comedores escolares.
"Existe
el falso concepto de que la ley obliga a tirar toda la comida que sobra en los
colegios", explica a BuenaVida Juan Marcos de Miguel, "pero eso es
mentira. Siempre y cuando se mantenga unas condiciones de seguridad, se pueden
reutilizar muchas cosas". Este experto en seguridad
alimentaria y salud pública es
el tercer pilar de esta campaña junto a Cristina Romero y la chef del Restaurante Semproniana Ada Parellada.
De
Miquel conoció a Romero en unas ponencias en las que ambos participaron y
decidió sumarse a la iniciativa porque le pareció muy interesante: "No es
solo un problema económico o social, sino que supone un grave problema
medioambiental", recuerda.
Aunque
no existe una cifra concreta de cuánta comida se desecha en los centros
educativos españoles, un estudio piloto publicado por
el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente en mayo de 2016 estima que "el volumen de
desperdicio en los colegios de Primaria oscila entre 60 y 100 grs por alumno y
comida. Ello equivale a decir que el volumen total en España -en enseñanza
Primaria- es superior a los 10 millones de kilos al año".
El volumen de desperdicio en los colegios de Primaria oscila entre
60 y 100 gramos por alumno y comida, según el Ministerio de Agricultura,
Alimentación y Medio Ambiente
"Por
supuesto hay alimentos como los huevos, el marisco o la pastelería que no
pueden reutilizarse", señala De Miguel, "pero muchos otros que se han
mantenido, y se pueden mantener, a temperaturas de conservación adecuadas se
pueden volver a usar perfectamente". De Miguel pone el ejemplo de varios proyectos en esta línea
que ya están en marcha en Cataluña:
"Si son productos que no han bajado de 65 ºC o subido de 4º, es decir, que
ha estado en los mostradores calientes o en la nevera, respectivamente, pueden
congelarse, etiquetarse y transportarse convenientemente hasta las entidades
sociales más cercanas".
Aunque
su propuesta llega ahora el Congreso Romero, de 38 años, lleva un año
involucrada en esta campaña. "Siempre he sido una persona concienciada con
este asunto", pero el punto de inflexión se produjo en una reunión en el
colegio de su hijo de 8 años. Allí se informó a los padres de que todos los
niños -independientemente de su edad- recibirían las mismas raciones de comida
en el comedor. Los alimentos que sobrasen se tirarían, por cuestiones
higiénico-sanitarias, a la basura.
"Me
pareció un despropósito y una vergüenza", explica Romero a BuenaVida por
teléfono, "así que lo consulté con la Agencia Catalana de Seguridad Alimentaria y me confirmaron que efectivamente esta
era la forma general de proceder, pero que había colegios que ya estaban
implantando otro tipo de protocolos para evitar que tanta comida terminase en
la basura".
Desde
entonces, esta agente inmobiliaria y madre soltera, se ha recorrido cientos de
centros escolares de distintas comunidades autónomas y ha sido invitada a
charlas y conferencias para divulgar su mensaje. "Uno de los cocineros que
me atendió en uno de los colegios de Girona, que llevaba trabajando en el
comedor muchos años, me lo dijo muy claro: Es solo una cuestión de
predisposición. Si hay voluntad, se puede hacer", recuerda Romero.
"Lo que ocurre es que tanto los colegios -si son ellos quienes elaboran
directamente la comida- y las empresas de cáterin prefieren minimizar los
riesgos y no complicarse la vida". Para que la cadena funcione, explica,
deben implicarse los centros, los ayuntamientos y los centros sociales
receptores - "aunque estos últimos están deseando participar", señala
Romero-.
El
pasado 14 de octubre Romero registró en la plataforma Change.org su petición para modificar la Ley 17/2011 de Seguridad Alimentaria y Nutrición. Una propuesta a la que se han sumado más de 224.000
firmas. La campaña cuenta además con los buenos resultados obtenidos a nivel
regional en Cataluña: "Solo en la ciudad de Lleida, en un año, se
recuperaron de seis colegios- cuatro públicos y dos privados- 9.000 raciones de
comida. Si en España hay 14.000 centros escolares, el cálculo de todo lo que se
podría reutilizar es sencillo".
De
Miguel aporta también un dato relevante: el 50% del desperdicio de comida se produce
en las casas: "La gente debería empezar por gestionarse mejor en los
hogares, por ejemplo, con cosas tan basicas como planificar la compra que se va
a hacer y cómo será el menú semanal".
Además
de la ayuda de las instituciones y de todos los agentes implicados en la cadena
de producción, el experto en seguridad alimentaria recuerda que el cambio debe
residir en la formación y la divulgación: "Es fundamental la labor que
desarrolláis los medios de comunicación", explica, "porque entre
todos hemos conseguido que este asunto haya pasado de ser una cosa un poco
folclórica, a un tema que interesa a la gente".
El
cambio, señala, debe llegar de las nuevas generaciones: "Cuando yo era
joven no existía el concepto de ecología. Fue una conciencia que fui adquiriendo
con los años a través de mis hijas" recuerda. "Y ahora debemos hacer
lo mismo. Deben ser los niños quienes eduquen a sus padres y a través de estas
iniciativas todos seamos más conscientes de lo que podemos hacer. Que nos
conozcamos unos a otros, receptores de alimentos y productores. Y que sepamos a
dónde acudir, por ejemplo, para entregar la comida que no necesitamos".
Cristina Romero, impulsora de la petición, y Juan Marcos de Miquel, experto en seguridad alimentaria. ZIPI (EFE) / EL PAÍS VÍDEO
¿Todavía
me lo puedo comer?
Cada europeo tira al
año 90 kilos de alimentos a la basura. ¿Podríamos salvar algunos? Con mucho
cuidado, sí. Distinguir entre caducidad y consumo preferente es la clave
En
un planeta que produce más comida de la que necesita, más de 800 millones
de personas pasan hambre. Un tercio de toda la que se genera acaba en la
basura. Anualmente, cada europeo tira una media de 90 kilos de alimentos tras
comprarlos, según un informe del Banco Mundial. Los productos se echan a perder en casa
y, con la crisis, es frecuente caer en la tentación de alargar la caducidad que
marcan sus etiquetas. Una de cada tres personas lo hace en España, apuntaba un
estudio de la organización de consumidores CEACCU de 2014. Pero esa no es la solución. Los
expertos advierten de que ese supuesto ahorro puede poner en riesgo la salud y
que ningún alimento debería ser consumido tras la fecha de caducidad, que es la que indica el momento en el
que el productor deja de estar comprometido con su seguridad. Algo bien
distinto es el consumo preferente, que simplemente establece el día hasta el
cual el producto mantiene sus cualidades organolépticas intactas.
No
sabe igual, pero alimenta casi lo mismo
Distinguir
con claridad ambos conceptos (caducidad y consumo preferente) es la primera
clave para un consumo seguro y responsable. Como indica el Ministerio de
Sanidad, la fecha de consumo preferente
aparece en una amplia variedad de alimentos refrigerados, congelados, desecados
(pasta, arroz), enlatados, chocolates, aceites… Una vez superada, sigue siendo
saludable, “siempre que se respeten las instrucciones de conservación y su
envase no esté dañado”, pero es posible que haya perdido sabor y textura. El
doctor Alfonso Carrascosa, científico
del CSIC, lo ejemplifica de la siguiente manera: “Una magdalena, por ejemplo,
puede ir perdiendo su esponjosidad con el tiempo. Después de X meses estará
reseca por falta de humedad. El fabricante lo ha calculado previamente y ha
establecido el momento en el que ya no tiene esas cualidades. Esa es la fecha
de consumo preferente. Pero no va a comportar riesgo para la salud en ningún
caso que te comas alimentos tras esa fecha. A lo mejor la magdalena está más
dura que una piedra y no la quieres. Puede que encuentres un sabor, color o
aroma extraño que no te guste al cien por cien, así que tienes que decidir si
te la tomas o no en función de eso. Esto pasa con muchos productos: un jamón
serrano no caduca, una botella de vino tampoco”. Además de la pérdida de
humedad, uno de los deterioros más frecuentes es el enranciamiento de las
grasas, lo que en principio no es perjudicial, pero resulta desagradable al
gusto y al olfato. El ministerio recomienda que, antes de tirar un alimento por
haber sobrepasado la fecha de consumo preferente, se compruebe si tiene buen
aspecto, si huele y sabe bien, así como seguir las instrucciones de su
etiqueta. Por ejemplo: “Una vez abierto el envase, consumir en tres días”.
La
línea roja: los alimentos frescos
PROPIEDADES INTACTAS
Antes
de que se echen a perder, mientras se guardan y, sobre todo, en la preparación
de los alimentos, puede variar más o menos significativamente su composición
nutricional, en ocasiones para enriquecerla, otras en detrimento de sus
propiedades. En cuanto a frutas y verduras, la Asociación Española de
Dietistas-Nutricionistas (AEDN) realizó un estudio en 2012 en el que concluía
que su almacenamiento, aunque puede influir en su textura y estabilidad, no
hace variar significativamente sus valores nutricionales. Tampoco la
congelación les afecta de forma notable. La cocción, sin embargo reporta tanto
mejoras en los aprovechamientos de ciertas sustancias, como los carotenoides
(que son antioxidantes), como una merma de vitaminas, especialmente C, B1, B6 y
ácido fólico.
La
cosa cambia radicalmente cuando hablamos de fecha de caducidad, que suele
aparecer en alimentos muy perecederos, como pescado fresco o carne. Ninguno
debe ser consumido tras esa fecha y se han de seguir rigurosamente las
instrucciones que marca la etiqueta, como mantenerlo a bajas temperaturas. No
obstante, es posible alargar la conservación más allá, siempre que se congele
poco después de adquirirlo. En este sentido, Sanidad recomienda: “Siga las
instrucciones que figuren en el envase, por ejemplo guardar en el congelador
hasta la fecha de caducidad, cocinar sin descongelar o descongelar previamente
por completo y consumir en las 24 horas siguientes”. Carrascosa es tajante:
“Hay que ser muy descerebrado para comer alimentos tras la caducidad. No es
recomendable en ningún caso. La gente dice que tiramos alimentos, pero también
es cierto que en los países civilizados, buena parte de ellos se reciclan en
plantas al efecto”. En opinión del científico, la solución contra el
desperdicio de comida no es comerla caducada, sino “comprar con mayor
racionalidad, no compulsivamente”.
Con
esta diferencia tan clara y tajante entre caducidad y consumo preferente, cabe
preguntarse qué sucedió con el yogur. Hasta abril del año pasado, en España
tenían que marcar una fecha de caducidad. Una normativa permitió que se pasase
a consumo preferente, pero los yogures eran los mismos.
Esto, unido a las famosas declaraciones del entonces ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, asegurando que se los tomaba pasados de fecha (cuando
todavía tenían que marcar caducidad), crean una lógica desorientación en el
consumidor. “Cualquier científico sabía que el yogur, per se, es
un alimento que no caduca. Lo sabíamos todos, pero yo nunca jamás habría
expresado que algo pudiese ingerirse más allá de su fecha de caducidad, ni
siquiera el yogur. Siempre dije que quienes tienen que decir la fecha son las
autoridades pertinentes. Es un comité científico el que debe de evaluarlo. Es
como si el director de tráfico anima a la gente a saltarse los semáforos cuando
no pasan coches”, esgrime Carrascosa. De hecho, muchas marcas continuaron
poniendo en sus etiquetas fechas de caducidad para no hacerse responsables de
posibles daños para la salud que se puedan ocasionar más adelante, por mínimo
que sea el riesgo. Rubén Sánchez, portavoz de la asociación de consumidores FACUA, lamenta que el Gobierno no haya sido
transparente con este cambio de criterio: “¿Qué ocurre? ¿Qué antes se hacía mal
y ahora bien? Deberían explicar con claridad por qué se modificó la normativa”.
¿Quién
decide cuánto dura un alimento?
Para
la mayoría de productos son los propios fabricantes los que establecen las
fechas orientativas de consumo. Según explica Miguel Ángel Lurueña, doctor en
ciencia y tecnología de los alimentos y autor del blog Gominolas de Petróleo, lo determinan a través de tres análisis. Uno
microbiológico, para comprobar si al cabo del tiempo se desarrollan agentes
patógenos que puedan afectar a la salud y en qué momento sucede esto. Uno
físico-químico, para averiguar si se producen compuestos tóxicos. Y,
finalmente, uno sensorial, para determinar cuándo el alimento empieza a oler o
saber mal. “A partir de ahí se establece un margen de seguridad para que si se
come un poco pasado de fecha no le ocurra nada”, explica Lurueña.
Una
excepción a esta potestad de las empresas de establecer las fechas de consumo
preferente son los huevos. Por normativa europea tienen que venderse hasta 21
días después de la puesta y consumirse, preferentemente, 28 días tras la misma.
Si estas fechas se prorrogasen siete días, “el riesgo de infecciones aumentaría
en un 40% para los huevos sin cocinar y un 50% para los huevos a medio guisar,
respectivamente”, indica un informe que Agencia Europea de Seguridad
Alimentaria (EFSA).
El
caso del huevo es especial, entre otras cosas, porque transmite una de las
enfermedades más comunes asociadas a la falta de seguridad alimentaria: la
salmonelosis. Es una dolencia causada por la salmonella, una bacteria que, pese
a las medidas de seguridad alimentaria, afecta cada año a 200.000 personas en
la Unión
Europea, según
calcula la EFSA. La bacteria no solo está en el huevo, también es frecuente en
la carne de pollo, según indica Lurueña. En ambos casos se elimina con altas
temperaturas. Esa es una de las razones por las que no conviene tomar el pollo
crudo o poco hecho.
La solución al desperdicio de comida no es comerla caducada sino
comprar con más racionalidad
Cocinar
un alimento es el método conservador más seguro y usado. Cualquiera que se
consume crudo es más susceptible de estar contaminado, especialmente productos
animales, pero también vegetales, como se demostró con la mal llamada “crisis
del pepino”: el E.coli, un microorganismo presente en brotes vegetales, produjo
en 2011 al menos 32 muertes y un millar de afectados en Alemania. El
nutricionista Juan
Revenga explica
que, además de los que se consumen crudos, los productos más susceptibles de
ser contaminados son los que requieren mucha manipulación. Tras la salmonella,
cuenta, el microorganismo que causa más problemas desde el punto de vista
epidemiológico es el estafilococo áureo, que vive en la piel del ser humano.
“En pequeñas cantidades no es malo, pero sí cuando es abundante. Es muy fácil
que llegue a los alimentos”, asegura. Pero son cientos los microorganismos que
pueden entrar en contacto con la comida, todo tipo de bacterias, levaduras y
mohos están en el ambiente y pueden contaminarla. “Hablando de manipulación, el
típico ejemplo es la carne picada. Las manos del carnicero, la picadora, el
aire... Es un producto que entra en contacto profundo con una gran cantidad de
agentes externos que, por su propia naturaleza, no se quedan en la superficie,
como sucedería con un filete, se mezclan en su interior. Por eso la carne picada
se pone mala mucho antes”, relata Revenga.
Pero
tampoco hay que alarmarse. Esta eventual contaminación se solucionaría
cocinando bien la carne. Por eso es muy improbable una infección causada por
microorganismos en las cadenas de comida rápida, que tienen perfectamente
medidos los tiempos y las temperaturas para eliminar cualquier patógeno. Los
alimentos, además, presentan unos niveles de seguridad como nunca en la
historia. Los controles a los que son sometidos, en combinación con los
tratamientos conservadores, hacen que sea casi imposible una intoxicación si no
hay de por medio una negligencia.
“Para
evitar estos riesgos se ataca donde les duele. Los microorganismos necesitan
unos requerimientos para crecer y desarrollarse, y lo que se hace es tomar
medidas para evitarlo. Necesitan una determinada temperatura, humedad, nivel de
PH. Los tratamientos de la industria buscan colocar al microorganismo fuera de
sus condiciones óptimas de vida”, explica Lurueña.
Los más frecuentes vuelven a
ser los que tienen que ver con la temperatura. Hay dos procesos fundamentales
que eliminan buena parte de los riesgos: la pasteurización, que consiste en
calentar el alimento a temperaturas de entre 65 y 68 grados durante 12-20
minutos, y la esterilización, en la que se someten a temperaturas más altas de
100 grados durante menos tiempo. Con la primera se logra eliminar cualquier
patógeno y con la segunda todo microorganismo que contenga, lo que prolonga
mucho su vida útil. Estos procesos se utilizan por ejemplo para tratar la
leche, pero también cualquier conserva, que una vez envasada al vacío es
sometida a altas temperaturas. “Una lata que está completamente sellada, sin
oxígeno y ha sido tratada con estas temperaturas no va a suponer nunca un
peligro. Te puedes comer una de la Segunda Guerra Mundial, que no te va a pasar
nada. Eso sí, puede que no esté muy buena”, matiza Revenga. También hace una
distinción entre conservas, que se pueden conservar fuera del frigorífico
porque han sido esterilizadas, y semiconservas, que tienen que permanecer en un
entorno fresco porque simplemente han sido pasteurizadas.
Para conservar, lo mejor es cocinar. Mucho ojo con los alimentos
crudos
Además
de estos, existen muchos otros procesos de conservación. Los hay más
tradicionales, como la salazón, que quita humedad al alimento y lo conserva, la
desecación, que busca lo mismo, o el congelado, que evita que los
microorganismos se reproduzcan, pero no los mata. Por eso los productos
congelados suelen estar destinados a cocinarse. Otra forma de conservar los
alimentos es la adición de sustancias que los protegen de la oxidación o de los
patógenos. Son los conservantes, algunos de los cuales, como los sulfitos y los
nitratos, llevan usándose miles de años. Estas sustancias tienen una extendida
mala fama entre los consumidores, que los asocian a lo poco natural o incluso
perjudicial para la salud. Son dos prejuicios erróneos. Por un lado, hay
conservantes totalmente naturales en la industria alimentaria, como el ácido
cítrico (E330) o la propia sal. Por otro, porque todos los que están aprobados
por las autoridades sanitarias son de probada inocuidad en las dosis en las que
se administran en los alimentos. Habría que tomar diariamente más cantidad de
producto de la que un humano es capaz de ingerir para que fueran potencialmente
dañinos.
Hace
poco se hizo muy popular un vídeo en el que un hombre aparecía raspando una
manzana y extrayendo de ella una cera blanca. Afirmaba que es un veneno
introducido por la industria alimentaria. Miles de personas se alarmaron y lo
compartieron en las redes sociales. Pues bien, esas ceras no son más que
conservantes de las frutas que se usan precisamente para mantener su aspecto,
humedad y textura. Como explican en el blog Ecoilógico, un
adulto tendría que consumir más de 1.000 manzanas diarias para que le pudiera
ocasionar algún daño. La moraleja es que, como la inmensa mayoría de alimentos
que se venden en España, son perfectamente seguras para la salud. Respetando
las fechas de caducidad, no es necesario comer con miedo.
Algunas formas de conservar los alimentos
Conservantes
Son
productos químicos que ayudan a preservar al alimento. Algunos son
antioxidantes (combaten la acción del oxígeno atmosférico) y otros
antimicrobianos (evitan la proliferación de microorganismos).
Altas presiones
Se
usa poco y es muy cara, pero es una alternativa a las altas temperaturas que
elimina los patógenos sin alterar el sabor. Se comienza a hacer con ciertos
zumos, cuyas cualidades organolépticas son sensibles al calor.
Altas temperaturas
La
esterilización y la pasteurización, junto con el envasado al vacío, eliminan
los patógenos y evitan que puedan proliferar en los alimentos envasados. Son
los métodos que usan, por ejemplo, leches y conservas.
Congelado
Evita
la proliferación de microorganismos pero no los mata. Sí destruye formas de
vida más complejas, como pueden ser los parásitos; por ejemplo, el temido
anisakis que vive en algunos pescados.
Deshidratación
Consiste
en eliminar el agua de un producto, necesaria para que los microorganismos se
desarrollen. Es lo que se hace, por ejemplo, con el puré de patata, que para
ser consumido necesita ser rehidratado.
Liofilización
Es
más caro y se usa para alimentos que requieren mantener su aroma, como los
cafés solubles. Consiste en sublimar el agua del alimento, es decir, pasarla de
estado sólido a gaseoso directamente.
Presión osmótica
Es
uno de los métodos más tradicionales. Se basa en añadir sal o azúcar al
alimento. Las células expulsan el agua para equilibrarse con el exterior, de
forma que también se seca el producto. Es lo que se hace con los embutidos.
Reducción del PH
La
fermentación láctica, que ocurre por ejemplo en los yogures, o la adición de
vinagre de los encurtidos reduce drásticamente el PH del alimento, lo que
dificulta el desarrollo de patógenos.
Envasados inteligentes
Carnes
y embutidos en bandejas y ensaladas en bolsas están en contacto con un gas que
no es aire normal. Son atmósferas modificadas cuya composición hace más difícil
la proliferación de microorga-nismos.
Radiaciones ionizantes
Es
un método más novedoso y poco usado que consiste en radiar los alimentos para
destruir así todo microorganismo que lo pueble. Se puede hacer por ejemplo con
todo un contenedor de fruta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario