El alarmante descubrimiento
de que cientos de miles de brasileños son portadores de una mutación genética
que debilita su capacidad para resistir al cáncer está ayudando a los
laboratorios en la búsqueda de nuevos tratamientos contra la enfermedad
Pedro
Gómez es un hombre bajo, de complexión fuerte, de algo más de 60 años, con el
rostro rojizo y los brazos bronceados, propios de quien trabaja al aire libre.
Está preocupado por un bultito en el dedo, le dice a la doctora, la genetista
oncológica María Isabel Achatz, que le toma la mano para mirarla mejor. Achatz
le habla con amabilidad y después se inclina hacia delante para inspeccionarle
otra pequeña lesión detrás de la oreja.
Gómez
es uno de los pacientes habituales de Achatz en el A. C. Camargo Cancer Center
de São Paulo, Brasil. Es extraordinariamente propenso al cáncer, al igual que
muchos parientes suyos. El cáncer es tan común entre ellos –y la muerte
prematura, tan dolorosamente habitual– que hasta descubrir la causa, muy
recientemente, algunos creían que la familia estaba maldita.
La de Gómez no es la única familia afectada. La maldición aflige a centenares de miles de
brasileños. Uno de los casos más destacados fue el de José Alencar, el popular
y carismático vicepresidente del país durante el mandato de Luíz IgnácioLula da Silva. Alencar murió en 2011, y el
cáncer le fue diagnosticado por primera vez en 1997. Con los años, a medida que
los tumores se extendían incansables por todo su cuerpo, se sometió cada vez a
más operaciones en Brasil y Estados Unidos. Le extirparon un riñón, la mayor
parte del estómago y grandes porciones del intestino. El vicepresidente habló
con sinceridad sobre su enfermedad y usó su propia experiencia para defender la
detección precoz del cáncer.
Lo
que Gómez, Alencar y los demás brasileños tienen en común es un único cambio en
su ADN: una mutación en el gen p53 que debilita su capacidad para resistir al
cáncer.
“Me llamó la atención porque se consideraba un síndrome muy raro
en todo el mundo. En aquel momento, en el año 2000, solo había 280 familias
descritas en la bibliografía médica, y yo tenía 30. De modo que pensé que o
bien estaba excediéndome en el diagnóstico o aquí ocurría algo singular”,
recuerda la doctora Achatz
El
p53 ha resultado ser el gen más importante en el cáncer, y ha sido una de los
campos de estudio más populares en la historia de la biología molecular. Lo
descubrió David Lane en 1979, mientras trabajaba en el Imperial Cancer Research
Fund de Londres, y casualmente, al mismo tiempo, otros tres grupos en Estados
Unidos y Francia que trabajaban independientemente y estaban dirigidos por
Arnold Levine, Lloyd Old y Pierre May.
El p53 es un supresor de tumores. Su misión es protegernos del
cáncer, asegurándose de que, cuando nuestras células se dividen como parte del
crecimiento y el mantenimiento normales de nuestro cuerpo, lo hacen sin cometer
errores peligrosos. Si el ADN –las instrucciones de funcionamiento de la
célula– se daña o no se copia fielmente al dividirse para producir nuevas
célulashijas, el p53 frena
en seco la célula y envía al equipo de reparación antes de permitir que la
célula siga adelante. Si el daño en el ADN es irreparable, el p53 pone la
célula en un estado de “senescencia replicativa”, para impedir que vuelva a
dividirse; o incluso le da instrucciones para que se suicide, impidiendo que se
descontrole.
Si
consideramos que, a lo largo de una vida media, una persona experimentará unos
10.000 billones de divisiones celulares, y que una sola célula díscola puede
dar comienzo a un tumor, la importancia de este gen queda clara. Por la función
vital que desempeña el gen en el control de calidad, David Lane apodó al p53
“el guardián del genoma”. En casi todos los casos de cáncer en humanos, el gen
ha sido inutilizado por una mutación o algún otro mecanismo defectuoso.
Muy
a menudo, esta corrupción del p53 se produce de forma espontánea en células o
tejidos que han soportado algún daño a lo largo de la vida, y esto puede
situarlos en la senda hacia el cáncer, un riesgo que aumenta cuanto más vive la
persona. Pero algunos nacen con un p53 corrompido en todas las células de su
cuerpo, y son extremadamente vulnerables al cáncer desde sus primeros días.
Si miles de personas comparten una mutación genética idéntica, no
es por coincidencia. Debe de haber habido un “fundador” que transmitió el gen
mutante a su progenie, poniendo a rodar la bola a través de las generaciones
El
síndrome de Li-Fraumeni, como se denomina a esta afección (descrita por primera
vez por Frederick Li y Joseph Fraumeni en 1969), tiene varias características
notables. Los afectados son especialmente propensos a padecer sarcomas de los
tejidos blandos y óseos, cáncer de cerebro y mama, leucemias, y carcinomas de
las glándulas suprarrenales. Por lo general, desarrollan cáncer a una edad
excepcionalmente temprana, y hasta principios de la década de 2000, cuando
María Isabel Achatz empezó a ver pacientes en su consulta de genética
oncológica, estaba considerado un síndrome rarísimo.
De
joven, Achatz dejó su hogar de Río para estudiar arte en París. Pero un viaje
de vacaciones a India con sus compañeros de estudios le cambió la vida. Al
visitar una colonia de leprosos, en un lejano lugar del desierto cercano a la
frontera de Cachemira, conoció a la misionera que la dirigía, la madre Teresa.
“Fue un encuentro asombroso, y pensé que tenía que volver para hacer algo [que
mereciera más la pena]”, rememora Achatz. A su regreso a Brasil estudió
Medicina, decidiéndose finalmente por la especialidad de genética.
Entre
los primeros pacientes que vio en la consulta se encontraban algunos que habían
sufrido ya varios brotes de cáncer, a menudo desde la niñez, y sus tumores eran
típicos de los cánceres observados con más frecuencia en personas con síndrome
de Li-Fraumeni. Es más, al elaborar árboles genealógicos detallados de sus
pacientes –práctica habitual en el asesoramiento genético de ciertas
enfermedades– descubría rastros de cáncer entre los parientes de éstos que a
menudo se remontaban a varias generaciones. Tenían todas las características
del Li-Fraumeni, pero Achatz estaba confundida: “Realmente me llamó la atención
porque se consideraba un síndrome muy raro en todo el mundo. En aquel momento
solo había 280 familias descritas en la bibliografía médica, y yo tenía 30. De
modo que pensé que o bien estaba excediéndome en el diagnóstico o aquí ocurría
algo singular”.
A
sus compañeros brasileños, estos hallazgos les intrigaban tanto como a ella, y
la animaron a llevar su caso al congreso sobre oncología organizado en Francia
en 2002. Allí, Achatz llamó la atención de Pierre Hainaut, un belga alto y con
gafas que trabajaba en el Organismo Internacional para la Investigación del
Cáncer que la Organización Mundial de la Salud (OMS) tiene en Lyon. Hainaut
guardaba una base de datos de las diferentes mutaciones del p53 registradas en
la bibliografía médica, y los tipos de cáncer con los que va asociada cada
mutación. Consciente por sus registros de la extremada rareza del síndrome de
Li-Fraumeni, las notas de trabajo de Achatz lo fascinaron. Convenció a la joven
doctora de que volviese a Francia con muestras de sangre de sus pacientes
brasileños y trabajase con él para determinar con exactitud qué les ocurría a
sus genes p53.
A
los dos investigadores les esperaban algunas sorpresas. Muy pocos de los
pacientes padecían las mutaciones “clásicas” del p53 asociadas con el síndrome
de Li-Fraumeni en otras partes del mundo; la conclusión inicial de Achatz fue
que se había excedido a la hora de diagnosticar el síndrome. Pero una
inspección más detallada reveló que muchos de sus pacientes sufrían una
mutación del p53 situada fuera de los puntos problemáticos del gen conocidos
por ser los más vulnerables a la corrupción. Es más, todos los pacientes con
esta singular mutación eran portadores de una copia exacta del gen.
A
unos 1.200 km al sur de São Paulo, Patricia Prolla –otra genetista que trabajaba
en Porto Alegre– estaba recibiendo también un número inusual de pacientes con
síndrome de Li-Fraumeni. Y cuando resultaron tener la misma mutación p53 que
los pacientes de Achatz, Prolla y Hainaut resolvieron descubrir cuál podría ser
la incidencia de dicha mutación en la población.
Analizaron sangre de una
amplia muestra de mujeres aparentemente sanas que participaban en un programa
de detección precoz de cáncer de mama en la consulta de Porto Alegre y
descubrieron que, sorprendentemente, casi una de cada 300 era portadora del p53
defectuoso. Este alarmante resultado fue confirmado por un programa de
detección efectuado entre casi 200.000 recién nacidos en el cercano estado de
Paraná, donde los médicos habían encontrado tasas especialmente elevadas de
cáncer suprarrenal en niños pequeños. De nuevo, estaba relacionado con la misma
mutación del p53.
“Eso
significa que la población del sur y el sureste de Brasil tiene un enorme
número de portadores de Li-Fraumeni, probablemente más de 300.000 personas”,
explica Achatz. “Estas personas no son conscientes de ello, por lo que muchos
de los cánceres que se están desarrollando en la población en general se deben
a esta mutación y los pacientes no lo saben”.
Y no
sucede solo en Brasil. Muy recientemente, se ha hallado también la misma
mutación del p53 en el vecino Paraguay, donde los genetistas analizaron
aleatoriamente 10.000 muestras de sangre de recién nacidos. Los resultados
indican que también allí varios miles de personas podrían están viviendo con
síndrome de Li-Fraumeni.
Si
miles de personas comparten una mutación genética idéntica, no es por
coincidencia. Debe de haber habido un “fundador”, un hombre (es lo que se
piensa) con síndrome de Li-Fraumeni que transmitió el gen mutante a su
progenie, poniendo a rodar la bola a través de las generaciones.
Desconocemos el nombre de este portador original, el antepasado
común de todos los portadores actuales, ni de donde procedía. Pudo haber sido
un inmigrante europeo. Se cree que el gen díscolo viajó por las rutas abiertas
desde la costa hacia el interior por los primeros exploradores, colonos y
militares. Una idea interesante es que el "fundador" fuese un tropeiro, miembro de un grupo de vendedores
ambulantes que se movían en mula entre los asentamientos dispersos,
transportando mercancías, rumores y correo en los siglos XVII y XVIII. Como
pasaba la mayor parte del tiempo fuera de su casa, es probable que untropeiro tuviese una ristra de amantes a lo
largo del camino, una oportunidad ideal para transmitir sus genes. Una de las
mayores familias portadoras de Li-Fraumeni que Achatz tiene entre sus pacientes
sabe que algunos de sus antepasados eran tropeiros.
Pero Hainaut piensa que un candidato más probable a “paciente
cero” sería un militar o un bandeirante, uno de los despiadados aventureros que
se introducían en el interior a la captura de nativos para venderlos como
esclavos o en busca de minerales preciosos. Cuando en el siglo XVII se
descubrió oro, la obsesión era reclamar territorio para Portugal antes de que
pudiesen hacerlo los españoles. Tanto los bandeirantes como los funcionarios públicos se
aplicaron febrilmente a esta tarea, estableciendo rutas hacia el interior y
creando asentamientos a lo largo del camino. Un mapa de distribución de la
mutación inicial se corresponde estrechamente con estas rutas.
Si
el fundador hubiese sido portador de una de las mutaciones clásicas del p53 que
provocan síndrome de Li-Fraumeni, es improbable que sus genes se hubiesen
extendido tanto. El riesgo de desarrollar cáncer en los portadores de dichas
mutaciones ronda el 90%, y los nacidos con esos genes perniciosos tienen muy
pocas probabilidades de llegar a formar familia. Ésta es la razón por la cual
había tan pocos casos registrados en la bibliografía médica cuando Achatz
empezó a observar el síndrome en su consulta. El riesgo de padecer cáncer a lo
largo de la vida en el caso de la mutación brasileña se sitúa entre el 50 y el
70% y, paradójicamente, es este carácter más leve el que le ha permitido extenderse
tanto y afectar a un número tan elevado de personas. La mayoría de los
portadores sobrevive lo suficiente como para transmitir el gen a sus hijos, y
algunos nunca desarrollan cáncer.
El
A. C. Camargo Cancer Center se encuentra en un deteriorado barrio de São Paulo,
de calles estrechas, tiendas pequeñas y cafeterías con cristaleras. En sus
modernos laboratorios, que dominan la silueta de la ciudad, se almacena la
mayor colección de muestras de tumores de la región, 30.000 fragmentos de
tejido conservados en bloques de parafina, meticulosamente etiquetados y
dispuestos en armarios.
A
través del estudio de estas muestras oncológicas, Achatz y sus colaboradores
intentan entender cómo funciona el p53 en personas, no en placas de laboratorio
o en ratones, y cómo se desarrolla el cáncer cuando el gen deja de funcionar
como es debido. Por ejemplo, entre los pacientes de Achatz se encuentra una
mujer que a los 18 años había desarrollado ya 14 tumores diferentes. Se han
tomado muestras de muchos de estos tumores, y ahora los investigadores pueden
examinar las diferencias entre el ADN del tejido cancerígeno y el de las
células normales de la mujer.
El gen p53 es un supresor de tumores. Su misión es protegernos del
cáncer, asegurándose de que, cuando nuestras células se dividen como parte del
crecimiento y el mantenimiento normales de nuestro cuerpo, lo hacen sin cometer
errores peligrosos
Mientras
tanto, Fernanda Fortes, compañera de Achatz en el A. C. Camargo, quiere saber
por qué los niños brasileños portadores de la mutación del p53 presentan un
riesgo al menos 10 veces superior de padecer cáncer suprarrenal que la
población en general. Y, como no todos los niños con la mutación desarrollan
este cáncer, qué hace que se incline la balanza en aquellos que sí lo padecen.
Fortes espera descubrirlo analizando el mayor número de muestras posible. Ya
sabe que la acidez de sus células tumorales es mayor de la normal. Y sabe que
esto es significativo. ¿Pero en qué medida y de qué modo? ¿Es la acidez más
elevada en general una causa o una consecuencia de la malignidad?
Esto
forma parte de un tema mucho más amplio que en estos momentos fascina a la
comunidad que estudia el p53: la función del metabolismo en el cáncer, porque
resulta que el supresor de tumores es también un elemento importante en este
campo.
Que
el metabolismo de las células cancerígenas es altamente anómalo no es un
descubrimiento nuevo. En los años veinte, el biólogo y médico alemán Otto
Warburg observó que las células cancerígenas consumen glucosa a un ritmo
enorme. Descubrió que mientras que la mayoría de las células normales
descomponen la glucosa y envían sus productos a las mitocondrias –las centrales
energéticas de la célula– que los queman en el horno para producir energía, las
células tumorales suprimen parcialmente la actividad de las mitocondrias y
utilizan buena parte de la glucosa para crear los ladrillos de nuevas células.
Este proceso metabólico, conocido como glucólisis aeróbica, consume casi 20
veces más glucosa que la respiración mitocondrial para producir la energía que
las células necesitan, de ahí el voraz apetito de glucosa de las células
tumorales.
Warburg creía que este metabolismo alterado era la causa del
cáncer, y así lo afirmaba en un artículo publicado en 1956. Pero esta
provocativa teoría pronto fue eclipsada por la revolución de la biología
molecular, cuando los entusiasmados científicos empezaron a buscar las causas
de todo en nuestro ADN. El excesivo apetito de glucosa (el denominado efecto
Warburg), dijeron, eraconsecuencia de una transformación maligna de las
células, no una fuerza impulsora de dicha transformación. Pero ahora se están
acumulando las pruebas de que el metabolismo sí influye activamente en el
desarrollo de tumores. El trabajo reciente sobre el p53 en particular, señala
Hainaut, apunta a que los factores metabólicos son “absolutamente fundamentales
para la biología del cáncer”.
Desde
la década de los noventa se tenían indicios de que el p53 interviene en el
metabolismo, pero no estaba completamente claro cómo encajaba en la imagen del
gen como supresor tumoral. En 2005, sin embargo, unos investigadores de los
Institutos Nacionales de la Salud estadounidenses compararon la resistencia de
ratones normales con la de otros a los que se les había suprimido el p53. Los
introdujeron en un recipiente con agua, y los que carecían del p53 se hundían
con mucha más rapidez que los normales: claramente, tenían dificultades para
generar la energía suficiente para mantenerse a flote. ¿Qué ocurría, entonces?
En
su laboratorio del Instituto Beatson en Glasgow, Karen Vouden y sus
colaboradores han descubierto que, cuando los acontecimientos siguen su curso
normal, el p53 desempeña una sutil función entre bambalinas. No solo vigila y
espera para frenar o matar células peligrosas en potencia, sino que ayuda de
hecho a las células a evitar o sobrevivir a cosas que podrían perjudicarlas, es
decir, cosas que podrían desencadenar una respuesta antitumoral. En otras palabras,
el p53 desempeña una doble función: promueve la supervivencia en algunas
condiciones, pero llama al escuadrón de la muerte cuando percibe que la
situación se está saliendo de control.
El riesgo de padecer
cáncer a lo largo de la vida en el caso de la mutación brasileña se sitúa entre
el 50 y el 70% y, paradójicamente, es este carácter más leve el que le ha
permitido extenderse tanto y afectar a un número tan elevado de personas. La
mayoría de los portadores sobrevive lo suficiente como para transmitir el gen a
sus hijos, y algunos nunca desarrollan cáncer
Como
regulador del metabolismo, explica Vousden, el p53 promueve la supervivencia de
las células ayudándoles a soportar fluctuaciones en el suministro de
combustible. “Esto podría ser algo que sucede constantemente, y no siempre será
necesario matar a todas las células que transitoriamente carecen de suficiente
glucosa. De modo que, en esas situaciones, está muy claro que el p53 ayuda a
las células a sobrevivir. Y lo hace permitiéndoles que reorganicen su
metabolismo”.
En
cuanto regulador básico del metabolismo, el p53 ayuda a las células a resistir
un ineficiente efecto Warburg devorador de glucosa, excepto en las emergencias.
También ayuda a eliminar radicales libres –los corrosivos subproductos de la
quema de azúcar en las mitocondrias para obtener energía– fomentando la
supervivencia de las células al limitar los daños que estas partículas pueden
causar en el ADN. Pero si el supresor de tumores no funciona, los perjudiciales
radicales libres pueden proliferar, y las células corruptas tienen libertad
para secuestrar la maquinaria metabólica y cambiar a glucólisis, que aumenta
enormemente su capacidad para duplicarse. Así se pone en marcha el cáncer.
Esta
línea de investigación sobre las anomalías metabólicas del cáncer ofrece
asombrosas perspectivas para los pacientes. ¿Y si, por ejemplo, pudiésemos
acudir al botiquín en busca de fármacos ya existentes para enfermedades
metabólicas y aplicarlos como nuevos tratamientos contra el cáncer? “Ni
siquiera necesitaríamos ensayos clínicos para comprobar su seguridad”, señala
Vouden, “porque estos fármacos llevan años usándose en millones de humanos”.
Es
una idea que muchos laboratorios de todo el mundo, incluido el suyo y el de
Hainaut en Francia, están explorando ya con la metformina, el fármaco más
recetado contra la diabetes, y dirigido contra el metabolismo inadecuada de la
glucosa. Por lo general, los diabéticos padecen un riesgo más elevado de
cáncer, pero los médicos empezaron a observar que el riesgo de cáncer en los
pacientes con un tratamiento crónico de metformina parecía ser incluso más bajo
que el de la población no diabética. ¿Podría el fármaco tener un efecto
protector? Los experimentos de laboratorio han demostrado que es de hecho
tóxico para las células tumorales.
Si consideramos que, a lo largo de una vida media, una persona
experimentará unos 10.000 billones de divisiones celulares, y que una sola
célula díscola puede dar comienzo a un tumor, la importancia de este gen queda
clara
“Hay
aspectos buenos y malos”, advierte Hainaut. “La metformina será fácil de
introducir en el tratamiento contra el cáncer porque ya está en el mercado y
hay mucha experiencia en su administración a pacientes: está probada, y es
segura y fácil de administrar. Tiene todas las características que podrían
convertirla en un éxito rápido en el tratamiento contra el cáncer si sus
efectos son positivos. Pero a la hora de abordar la debilidad por la glucosa de
las células cancerígenas, no es tan buena”.
La
metmorfina ya se ha probado fuera de los laboratorios, con ensayos clínicos en
pacientes de muchos centros de todo el mundo, y Hainaut está animando a Achartz
a probarla también con algunos de sus pacientes. Pero tanto médicos como
científicos son agudamente conscientes de la sensibilidad de su investigación
entre las familias brasileñas aquejadas de Li-Fraumeni, y el peligro de
suscitar esperanzas prematuras en personas desesperadas por ver avances.
Desde
la detección del p53 mutante en tantos miembros de la extensa familia de Pedro
Gómez, cada uno ha estado luchando –a su manera– por asumir lo que eso implica
para sí mismo y sus seres queridos. El hermano de Gómez, alcalde de un pueblo
situado a las afueras de São Paulo, se hizo el análisis de sangre, pero no
quiso saber los resultados. Solo cuando a su hija le diagnosticaron cáncer de
mama la víspera de su boda, comprendió que no podía ocultar la verdad. La boda
se pospuso mientras ella se recuperaba de una doble mastectomía, y hoy la joven
presiona a su padre para que la acompañe a hacerse las pruebas anuales de
detección precoz en el A. C. Camargo.
Dos
sobrinas del alcalde son también portadoras del gen mutante. Una dice respecto
a su diagnóstico: “Me ha cambiado la vida para siempre; realmente me ha vuelto
loca”. Teme los controles anuales, que le exigen mucho tiempo, son invasivos y
le provocan ansiedad hasta que recibe los resultados, siempre esperando malas
noticias, después de haber perdido a su madre por cáncer de mama. Teme por su
hijito, al que aún no ha llevado a hacerse las pruebas, y le preocupa también
si sería moral tener más hijos, que ella y su marido tanto desean, y la
posibilidad de perder los ovarios, el útero o las mamas por cáncer antes de
poder tenerlos. Su prima, que también quiere tener hijos, se lo toma con más
filosofía: lo que tenga que ser, será, dice encogiéndose de hombros. Cuando le
dieron la noticia de que es portadora de la mutación, el disgusto que podría
haber sentido por ella y por su padre, que recibió los resultados al mismo
tiempo que ella, se vio superado por la preocupación que le produjo la intensa
angustia experimentada por su madre ante la situación de la familia.
Uno de los casos más destacados fue el de José Alencar, el popular
y carismático vicepresidente del país durante el mandato de Luíz Ignácio 'Lula'
da Silva. Alencar murió en 2011, y el cáncer le fue diagnosticado por primera
vez en 1997
Achatz
es muy consciente de los problemas emocionales de las familias aquejadas de
Li-Fraumeni a las que ve a diario en su consulta. “Tengo muy claro que estoy en
ciencia para tratar a mis pacientes”, dice. “Todo lo que hago se reduce a cómo
los afecta a ellos”.
¿Y
las perspectivas del fármaco contra la diabetes? “Entre el estudio preliminar
de que la metmorfina funciona en humanos y el conocimiento de cómo
administrarla en las condiciones adecuadas hay todavía muchos pasos”, advierte
Pierre Hainaut. “Pero tengo verdaderas esperanzas de que funcione, al menos
para los brasileños”.
Foto. La genetista oncológica María Isabel Achatz, del A. C. Camargo Cancer Center de São Paulo, Brasil. FOTO: VÍCTOR MORIYAMA / EL PAÍS VÍDEO
(Los
nombres de los pacientes se han cambiado).
Editor:
Giles Newton
Verificador
de datos: Rob Reddick
Corrector
de estilo: Tom Freemam
Traductor:
Newsclip
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