viernes, 9 de febrero de 2018

La evolución, la alimentación y la inteligencia - Juan Gerardo Martínez Borrayo

Bebé en ciernes 

Tener un hijo es enfrentarse a una industria enorme que le sugiere a uno qué es lo que debe darles para jugar, ver y oír, todo con el fin de tener niños listos y felices. Los padres se preguntan: ¿Cómo puede uno asegurarse de que un niño sea inteligente? ¿Cómo se puede hacer de un niño una persona feliz? ¿Cómo se le enseña a un niño a ser bueno?



Las respuestas a estas preguntas están llenas de mitos como los de que ponerle música de Mozart, tener un montón de juguetes “educativos” y llenar un estante con DVDs para estimular el cerebro del niño en crecimiento los hará más inteligentes.

Pero ¿hasta qué punto la ciencia ha logrado establecer cómo podemos lograr esto? ¿Qué se sabe realmente, sobre bases sólidas, sobre cómo tener un niño inteligente y feliz? Hay cuatro cosas que se ha comprobado que ayudan y favorecen el desarrollo del cerebro en el útero, que son especialmente importantes en la segunda mitad del embarazo, y son: el peso del bebé, la nutrición, el estrés y el ejercicio de la madre.

El peso adecuado


Antes de comenzar a hablar de la alimentacieon diremos que hay una investigación muy interesante que únicamente se ha hecho una vez, y que esperemos que pronto se repita para lograr tener más consenso al respecto; esta investigación dice que los vómitos durante el embarazo se relacionan positivamente con la inteligencia de los niños. Es decir, a más vómitos más inteligencia. Las razones parecen ser dos: que es un resabio de nuestro pasado evolutivo, ya que la dieta de nuestros antepasados durante el pleistoceno (desde 2.5 millones de años hasta hace 12 mil años) contenía elementos que eran tóxicos para los embriones [Profet, 1988] y la otra es que dos hormonas que estimulan los vómitos ayudan a las neuronas en su crecimiento [Nulman y cols., 2009].

Hablando ahora sí de la alimentación, las embarazadas comen por dos y por ello las necesidades energéticas cambian; pero se debe comer moderadamente porque es tan malo que los niños al nacer tengan poco o mucho peso. En general, la inteligencia de los niños varía en función del tamaño del cerebro y el volumen cerebral está relacionado con el peso al nacer, lo que significa que, hasta cierto punto, los bebés más grandes tienen cerebros más grandes.

Los bebés desnutridos tienen menos neuronas y menos conexiones entre ellas; por eso, cuando esos niños crecen tienen más problemas de comportamiento, son más lentos para hablar, tienen conflictos escolares, bajas puntuaciones en las pruebas de inteligencia y hasta son malos deportistas.

¿Cuánto debe crecer un niño? Parece ser que lo máximo debe ser 3.5 kilos; si un bebé pesa 3 kilos y otro 3.5 hay sólo un punto de diferencia en el cociente intelectual entre ellos a favor del segundo, pero por encima de los cuatro kilos de peso, el CI comienza a bajar, probablemente porque al ser demasiado grandes sufren de hipoxia y otras lesiones durante el parto [Eliot, 1999].

¿Cuánto peso debe aumentar la mamá en el embarazo? Eso dependerá de su peso antes del embarazo. De acuerdo con el Instituto de Medicina de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, si antes estaba desnutrida debería aumentar un máximo de 18 kilos; si tiene peso normal cuando mucho 15; si tienen sobrepeso 11, y si tiene obesidad mórbida no debe pasar de los 9.

Dieta


Todo el mundo ha oído hablar de que las mujeres embarazadas tienen extrañas preferencias alimentarias. Al extremo de estos antojos se le conoce como pica o deseo de comer cosas que no son comida, como tierra y barro. ¿Hay evidencias de que deba prestárseles atención a estos antojos? Es decir, ¿estos antojos nos dicen que hay una deficiencia nutricional que puede ser subsanada comiendo tierra o talco para bebés? La respuesta es no. Hay algunas evidencias de que las deficiencias de hierro pueden detectarse conscientemente, pero es raro [Lacey, 1990].
Los bebés desnutridos tienen menos neuronas y menos conexiones entre ellas; por eso, cuando esos niños crecen tienen más problemas de comportamiento, son más lentos para hablar, tienen conflictos escolares, bajas puntuaciones en las pruebas de inteligencia y hasta son malos deportistas.
Dado que ya conocemos un poco sobre nuestro pasado evolutivo, se sabe que debemos comer dándole un fuerte énfasis a las frutas y verduras [Wrangham, 2009]; en general la clave es tener una dieta equilibrada. Hasta el momento sólo se ha comprobado que hay dos suplementos alimenticios que afectan positivamente el desarrollo cerebral de los niños en útero: uno es el ácido fólico, que debe ser tomado alrededor de la fecundación, y el otro son los ácidos grasos omega-3.

Estos ácidos grasos son componentes importantes de las membranas de las neuronas, pero a los humanos nos cuesta mucho producirlos, por ello tenemos que encontrar comida que lo tenga en exceso, y ésos son los pescados; si no consumimos suficientes de esos ácidos entonces tendremos más probabilidades de padecer dislexia, déficit de atención, depresión y otros problemas mentales.

La cantidad que todo el mundo coincide que es la adecuada son 350 gramos de pescado a la semana; un estudio de Harvard examinó a 135 bebés y los hábitos alimenticios de sus mamás durante el embarazo y determinaron que quienes habían consumido más pescado a partir del segundo trimestre tuvieron bebés más inteligentes, de acuerdo con pruebas cognitivas que miden la memoria, el reconocimiento y la atención a los seis meses de nacidos [Gomez-Pinilla, 2008].

Estrés y ejercicio


En 1998 se desató una de las peores tormentas de hielo de la que tiene recuerdo Canadá. Como resultado de ella muchísimas personas estuvieron bajo un hielo paralizante durante semanas, y aunque en ese entonces no se sabía se generó un nivel tan intenso de estrés que terminó por impactar a los niños que en ese momento estaban en gestación. Un estudio publicado en 2008 así lo demostró: los niños de la tormenta de hielo tenían problemas en el lenguaje y el CI verbal [LaPlante y cols., 2008]. Se ha ido demostrando además que el estrés prenatal puede cambiar el temperamento de los hijos, volviéndolos irritables y difíciles de consolar [Huizink y cols., 2003].
Si el ejercicio es demasiado extenuante entonces se bloquea el flujo sanguíneo al bebé y su cerebro se puede sobrecalentar (un aumento de tan solo dos grados puede afectarlo); en el tercer trimestre esto es más importante porque la mamá tiene menos oxígeno, así que el mejor ejercicio sería que nadara para que disipara el exceso de calor del útero.
No todos los estrés son malos, deben cumplirse dos condiciones para que afecte a los niños: tiene que ser demasiado frecuente (debe ser crónico, implacable, sostenido y prolongado, como una enfermedad crónica, pobreza, un trabajo exigente, etc.), y tiene que ser muy severo (el punto clave es la perdida de control, como cuando el esposo se muere, se es víctima de un asalto criminal, etcétera.).

Al parecer el estrés de la mamá hace que aumente la cantidad de glucocorticoides (las hormonas del estrés), los cuales cruzan la placenta y atacan en primer lugar el sistema límbico, un área cerebral implicada en las emociones y la memoria causando que esta región se desarrolle más lentamente. El segundo blanco es el sistema de bloqueo encargado de controlar los niveles de glucocorticoides, el sistema de moléculas que controlan nuestra respuesta al estrés, resultando en un hipotálamo “confundido” que bombeará más glucocorticoides de los necesarios, creando un círculo vicioso [Gunnar y Quevedo, 2006].

Una de las maneras más fáciles de reducir el estrés es haciendo ejercicio. Una vez más nuestra historia evolutiva tiene la respuesta de por qué es así. Durante muchísimo tiempo el ejercicio fue una parte importantísima de nuestra vida; siendo cazadores-recolectores, lo más seguro es que una mujer llegara a caminar al menos veinte kilómetros al día.

Por lo tanto, el ejercicio debería ser una parte de los embarazos humanos. Tiene beneficios tan prácticos como hacer que les duela menos el parto y que tengan que pujarse menos que las mujeres obesas [Manders y cols., 2008]. Pero también tiene efectos positivos en los bebés: suelen ser más inteligentes probablemente porque se estimula la producción de una molécula que bloquea los efectos negativos de los glucocorticoides, cuyo nombre es BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro).

Pero, ojo, ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre. Si el ejercicio es demasiado extenuante entonces se bloquea el flujo sanguíneo al bebé y su cerebro se puede sobrecalentar (un aumento de tan solo dos grados puede afectarlo); en el tercer trimestre esto es más importante porque la mamá tiene menos oxígeno, así que el mejor ejercicio sería que nadara para que disipara el exceso de calor del útero. Con treinta minutos diarios de ejercicio al 70% de su máximo (utilizando la regla de 220 menos su edad) es más que bueno.

Espero que con todo esto ya no vaya a gastar su dinero en productos que dicen mejorar el CI, el temperamento o la personalidad de su hijo por nacer. No se ha probado que ninguno de ellos funcione. ®

Bibliografía

Profet, M. (1988), “The evolution of pregnancy sickness as protection to the embryo against Pleistocene teratogens”, Evol Theor 8: 177–190.
Nulman I. et al. (2009), “Long-term neurodevelopment of children exposed to maternal nausea and vomiting of pregnancy and Diclectin”, J Pediat 155 (1): 45–50.
Eliot, L. (1999), What’s Going On in There: How the Brain and Mind Develop in the First Five Years of Life, Nueva York: Bantam Books, p. 444.
Lacey, E.P. (1990), “Broadening the perspective of pica: literature review”, Pub Health Rep 105 (1): 29–35.
Wrangham, R. (2009), Catching Fire: How Cooking Made Us Human, Nueva York: Basic Books.
Gomez-Pinilla F. (2008), “Brain foods: the effects of nutrients on brain function”, Nat Rev Neurosci9: 568–578.
LaPlante, D.P. et al. (2008), “Project ice storm: prenatal maternal stress affects cognitive and linguistic functioning in 5.5 year old children”, J Am Acad Child & Adol Psych 47 (9): 1063–1072.
Huizink, A.C. et al. (2003), “Psychological measures of prenatal stress as predictors of infant temperament”, J Child Psychol Psychiatry 44 (6): 810–818.
Gunnar, M. y Quevedo, K. (2006), “The neurobiology of stress and development”, Ann Rev Psych58: 145–173.

Manders, M.A.M., et al. (2008), “The effects of maternal exercise on fetal heart rate and movement patterns”, Early Hum Dev 48: 237–247.

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