¿Huevos
sin gallinas, hamburguesas fabricadas a partir de unas pocas células vacunas,
plantas de lechuga que jamás vieron la luz del día? La producción
computarizada de alimentos pasó de ser una utopía tecnológica a una
realidad. Su desarrollo plantea nuevas promesas de acabar con el hambre y
dilemas morales acerca de lo que comemos. En este artículo se presenta un mapa
de los desarrollos ingenieriles que harían de los alimentos nuevos productos
de la alta tecnología.
Josh Tetrick redimió a la
gallina. Al menos a la gallina ponedora, que como miles de sus congéneres vive
apretujada en una jaulita diminuta, expulsando huevos sin parar hasta que
colapsa y perece entre rejas. Tetrick la ha liberado de su martirio: ha
inventado el huevo sin gallina.
El inventor está en el hall de entrada de
un depósito ubicado en la calle 10, en San Francisco. Tiene una taza de café en
la mano y un auricular en el oído. El lugar parece una mezcla de laboratorio
escolar y cocina de comedor universitario, hay hornos y ordenadores portátiles
MacBook por doquier y en la pared, una foto de Bill Gates, amigo de la casa.
Este joven empresario de 34 años y bíceps de jugador de fútbol americano no es,
sin embargo, el mesías de las gallinas ponedoras. Es un hombre de negocios que
se radicó en los márgenes de Silicon Valley, en el norte de California… allí
donde ya muchas otras ideas brillantes se convirtieron en grandes negocios.
Para ser más precisos: en realidad, Tetrick no creó el huevo sin gallina. Lo
que hizo fue simplemente reemplazar a la gallina por una proteína proveniente
de la arveja amarilla canadiense que puede usarse como ingrediente en todas las
recetas para las cuales antes se necesitaban huevos. Para hacer mayonesa, por
ejemplo, porque la proteína que se extrae de la arveja liga el agua y el aceite
tan bien como lo hace el huevo tradicional, y condimentada con vinagre y
especias tiene el mismo sabor que la mayonesa, pero con la ventaja de ser más sana
porque no tiene nada de colesterol.
Pero mucho más importante que
todo eso es que este sustituto vegetal cuesta apenas la mitad de lo que cuesta
el huevo proveniente de las jaulas de gallinas ponedoras. «Just Mayo» [Solo
Mayo] es el nombre elegido por Hampton Creek, la compañía de Tetrick, para
comercializar su novedoso producto, que ya se consigue en las góndolas de todas
las grandes cadenas de supermercados estadounidenses. Tan solo el primer año se
vendieron más de dos millones de frascos.
No es la bondad humana lo que
libera a las gallinas de su infortunio, sino una arveja canadiense. Porque es
más barata. «A los grandes productores de alimentos no les importa comprar
millones de huevos que las gallinas ponen en lugares repugnantes. Lo único que
les importa es hacer sus compañías más rentables», dice Tetrick.
Después de
haber vivido siete años en África trabajando con niños, este investigador ya no
cree que el mundo pueda arreglarse solamente con apelaciones a la moral. Según
él, también hay que pensar nuevos estímulos económicos. Y tiene razón: casi
todas las grandes cadenas de alimentos quieren hacer negocios con él. En Corea
del Sur, McDonald’s ya está reemplazando los huevos de sus sándwiches para el
desayuno por el huevo artificial de San Francisco.
El huevo en las albóndigas
de carne de Ikea próximamente también será el de Tetrick. Además, el joven
empresario ya está en plenas negociaciones con Burger King, Subway, Starbucks y
Kraft.Con los alimentos está sucediendo lo mismo que antes pasaba con los
televisores y los teléfonos y que hoy sucede con los automóviles y las
viviendas: se convierten en productos de alta tecnología. Los laboratorios
ahora reemplazan a los establecimientos avícolas (con gallinas ponedoras
criadas en jaulas en batería) y a los mataderos, y en los campos hace su
ingreso la algocracia:
el dominio de los algoritmos. Programas de computadora investigan cientos de
miles de variedades de plantas en busca de proteínas y enzimas que se extraen
con filtros y se combinan de modo tal que a partir de ellas surgen alimentos
completamente nuevos. En lugar de cocineros que desarrollan nuevas recetas
probando, descartando y perfeccionando, aparecen máquinas. La exposición
internacional Expo Milán, que comenzó el 1º de mayo de 2015 en esa ciudad
italiana, convirtió la alimentación del planeta por medio de tecnología en el
lema de esa edición. El futuro de la comida será financiado por potentes sumas
de dinero. Bill Gates, el magnate de Microsoft, y Jerry Yang, creador de Yahoo,
invirtieron en los últimos dos años más de 30 millones de dólares solo en
Hampton Creek, la compañía de Tetrick. Y eso fue solo el comienzo.
Según estimaciones del blog
basado en Nueva York Food+Tech
Connect, especializado en el área, cientos
de millones fluyen en forma mensual hacia el sector para ser invertidos en
nuevas ideas relacionadas con la comida. Solo en 2013 se crearon más de dos
docenas de fondos de inversión que se dedican a financiar, entre otras cosas,
formas alternativas de producción y procesamiento de alimentos. El año pasado,
el número de fondos llegó a duplicarse, y la tendencia sigue en alza. Los
millones del creador de Google, Sergey Brin, del inventor de Twitter, Biz
Stone, o del multimillonario de Facebook, Peter Thiel, son los ingredientes de
la comida del futuro.
De un modo archicapitalista
está naciendo una industria completamente nueva, que no solo promete alimentos
más sanos, más baratos y éticamente irreprochables, sino que además busca
solucionar uno de los grandes problemas globales: la alimentación de más de
7.000 millones de personas. A pesar de todos los progresos realizados, en la
actualidad sigue habiendo más de 800 millones de personas subalimentadas en el
mundo. ¿Cuántos deberán pasar hambre entonces cuando la población mundial
ascienda a 9.000 o 10.000 millones de habitantes?
Por cierto, la solución
tampoco pasa por exportar el estilo de vida occidental, que al día de hoy ya
está arruinando el planeta. Es cierto que la agricultura se ha vuelto mucho más
eficiente: en los últimos años, la superficie dedicada a la agricultura aumentó
apenas 12%, mientras que la producción agrícola mundial se duplicó. Pero la
sola eficiencia no bastará. Según la Fundación Heinrich Böll, para mantener el
estilo de vida de todos los ciudadanos de la Unión Europea se necesitaría una
superficie cultivable de una extensión una vez y media más grande que la de
todos los países de la ue juntos. Si el mundo viviera como los
europeos, haría falta más de un planeta Tierra para abastecer a todos.
Durante mucho tiempo, solo
dos grupos se hicieron cargo de tratar de encontrar una solución a este
problema. Por un lado, los consorcios agropecuarios, para los que la cura de
este mal está en los monocultivos de alto rendimiento y la cría de animales a
gran escala. Por el otro, los agricultores orgánicos activistas, que se
encargan de propagar estructuras minifundistas sin impacto ambiental. Ahora
aparece un tercer grupo: las empresas emergentes que estudian los alimentos en
el laboratorio, utilizan computadoras para calcular en detalle sus ideas y
transitan nuevos caminos en la producción. De pronto, en todo el mundo se
experimenta con el futuro de la comida.
A comienzos de marzo, en
Berlín abrió la granja urbana más grande de Europa. En las instalaciones de una
antigua fábrica de malta, la compañía ecf Farmsystems pretende
criar, en 1.800 metros cuadrados, 25 toneladas de perca (un pez de agua dulce)
por año y producir 30 toneladas de pepinos, rabanitos, tomates y pimientos.
En
Londres, la compañía Growing Underground cultiva perejil, berro de agua y
rúcula en túneles y búnkeres abandonados… a 33 metros bajo tierra. Cerca de
Tokio se remodeló una antigua fábrica de chips para convertirla en un
invernadero de alta tecnología. Allí donde antes pasaban componentes
electrónicos por una cinta transportadora ahora crecen acelga y espinaca en un
ambiente puro.
Como están aisladas de influencias ambientales, ya ni siquiera
hace falta lavar las verduras antes de consumirlas. Otras granjas que comienzan
a proliferar por todo el mundo son las de algas e insectos. Las más populares:
las de saltamontes. Aspire, una empresa texana, ya está enviando los bichitos
por correo, pulverizados o por unidad, a degustadores con ganas de experimentar
sabores nuevos, a un precio de diez dólares los 100 gramos.
Y esto no es todo: las
empresas jóvenes también están animándosele a la carne. Impossible Foods, en
pleno corazón de Silicon Valley, logró reunir 75 millones de dólares para
desarrollar imitaciones de carne y de queso elaboradas con vegetales. La hamburguesa
vegetal no solo tiene una apariencia tan similar a la de una hamburguesa de
carne que es casi imposible distinguir una de otra, sino que además ambas se
asan del mismo modo. En efecto, parece que la era de las sosas milanesas de
tofu y las insípidas hamburguesas de soja ha llegado a su fin. Cuando las
ensaladas imitación de tiritas de pollo de la firma sudcaliforniana Beyond Meat
fueron mal etiquetadas en algunos supermercados orgánicos y se vendieron como
verdaderas ensaladas de pollo, nadie notó la diferencia. El Beast Burger,
último producto lanzado por la compañía, tiene más proteína y más hierro y es
más nutritivo que una hamburguesa «de verdad».
A todo esto, muchas de estas
ideas no son nuevas. Ya en la época de nuestras abuelas había trucos para
reemplazar el huevo por ingredientes vegetales. Lo que sí es nuevo es el
enfoque tecnológico y sistemático, que permite su aprovechamiento industrial a
gran escala. Antes de crear el huevo de arveja, Josh Tetrick analizó la riqueza
vegetal de la Tierra: existen 400.000 especies vegetales, cada una alberga
entre 40.000 y 50.000 proteínas. Con algoritmos especiales, como si estuviese
armando un rompecabezas gigante, Tetrick intentó filtrar distintos componentes
y recombinarlos. Hasta hoy, su compañía ha investigado 4.000 plantas. El
departamento de análisis está a cargo de Dan Zigmond, quien anteriormente fue
líder de data científica en Google Maps. Quienes deciden sobre la comida del
futuro ya no son gourmets, sino geeks.
Es cierto que el fin de la
gallina ponedora sería un gran triunfo para la protección de los animales, pero
esto no salvaría el planeta. Porque mucho más dañina para el medio ambiente es
la cría de ganado bovino y porcino. Para engordarlos al ritmo vertiginoso que
exige la industria, estos animales necesitan toneladas de trigo, soja y maíz. Y
ese alimento tiene que crecer en alguna parte. «La cría de animales para
consumo insume alrededor de 30% de la superficie total del planeta», estima la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao, por
sus siglas en inglés).
Es decir que, en la actualidad, un territorio
equivalente al tamaño de Asia se destina exclusivamente a la producción de
chuletas, milanesas, queso y leche. La cría de ganado es además responsable de la
séptima parte de todas las emisiones de gases de efecto invernadero. La
producción de un kilogramo de carne de vaca libera la misma cantidad de dióxido
de carbono perjudicial para el medio ambiente que un viaje de 1.600 kilómetros
en automóvil.
Sin embargo, la gente no come
menos animales. Si bien el consumo de carne en los países industrializados no
necesariamente crece, sí es mucho más fuerte allí donde en los últimos años la
gente ha llegado a alcanzar cierto bienestar y ahora quiere llevarse al plato
algo más que verduras y arroz todos los días. Según la fao, para
2050 la producción mundial anual de carne se habrá duplicado y alcanzará los
455 millones de toneladas, y eso sin contar los productos derivados de
animales, como la leche y los huevos.
«Lo mejor sería que todos nos
volviésemos vegetarianos», dice Mark Post, «pero no nos engañemos, eso no va a
suceder». Post, un hombre de cabello corto cano, anteojos sin marco y muchas
arrugas de expresión por sonreír, es médico de la Universidad de Maastricht. En
el restaurante, le gusta pedirse un buen churrasco cada tanto.
Este científico
está convencido de que los seres humanos siempre serán amantes de la carne
porque siempre lo fueron. «Sin el poderoso contenido energético de la carne,
nuestros antepasados jamás habrían llegado a desarrollar cerebros tan
eficientes», dice. Y sin embargo, en la actualidad es muy difícil hincar el
diente en un pedazo de carne sin tener cargo de conciencia: «Es difícil de
justificar el trato que les damos a los animales en este planeta». Es por eso
que Mark Post produce carne sin matar un solo animal.
Vestido con su delantal
blanco, el investigador nos guía por su laboratorio. Sobre las mesas hay placas
de Petri, bandejas de plástico, microscopios y solución nutritiva en recipientes
de vidrio. Huele a refrigeradores y a aire viciado. Luego Post abre un
refrigerador y saca de adentro dos docenas de tubitos que contienen una
sustancia amarillenta congelada. Son células musculares de una vaca que se
usarán para hacer una albóndiga de carne.
Mark Post cría carne picada
de ternera sin ternera. Para ello, en una intervención inofensiva, extrae un
poco de musculatura de la nuca de la vaca; a partir de ese tejido obtiene
células madre, que a continuación se multiplican a razón de miles de millones
en una solución nutritiva, a una temperatura de 37 ºC y aire húmedo, en una
incubadora del tamaño de un escobero. En el lapso de unas semanas, las células
madre crecen hasta convertirse en fibras musculares de milímetros de grosor y
dos centímetros y medio de largo. Los cordones en el interior de esos tubitos,
que ahora Post presenta sobre la tabla de plástico, finalmente se comprimen: se
necesitan 20.000 cordones para hacer una hamburguesa.
El proceso lleva apenas tres
meses. Es decir que la hamburguesa crece más rápido en el laboratorio de lo que
crece la vaca, que incluso en el establecimiento de engorde demora dos años
para estar lista para el matadero. «A partir de una única célula», dice Post,
«en teoría pueden producirse 10.000 kilos de carne».Holanda es el Silicon
Valley de la industria de la carne clonada. Allí los científicos intentaban
criar carne fuera de los animales ya a fines de los años 90. Sin embargo, hasta
el día de hoy están aún muy lejos de una producción a gran escala. Ni siquiera
Post, que es uno de los pioneros, puede alcanzar más que unas cantidades muy
pequeñas. Y es que antes de poder producir carne artificial en masa es
necesario perfeccionar el sabor, explica el científico, y agrega que además, en
este momento, están experimentando con una solución nutritiva vegetal en la que
las células se reproducen. Hasta ahora venían haciéndolo en un suero que
obtenían de terneros. «Queremos llegar a producir carne artificial
prescindiendo por completo de productos animales», dice el investigador. Eso
sí, probar está estrictamente prohibido. «De ninguna manera», dice, «es
demasiado peligroso». Y explica que justamente en el inicio del proceso llenan
esas células de antibióticos para que en la incubadora no las ataquen las
bacterias. Post asegura que más tarde, al momento del consumo, ya no hay
peligro.
De hecho, los dos voluntarios
que probaron las primeras hamburguesas clonadas de laboratorio ante la vista
del público en el verano boreal de 2013 aún siguen con vida. Pero las hamburguesas
no les parecieron muy ricas. Si bien la bola de carne artificial enriquecida
con sal, pan rallado, huevo en polvo y un toque de jugo de remolacha tenía
sabor a carne de verdad, les pareció poco jugosa y bastante insípida. Le
faltaba la grasa. Ahora Post está intentando producirla en algunos cultivos
celulares para mezclarla después con la carne. Comparada con las correosas
hamburguesas clonadas, la hamburguesa de ternera de Kobe es una ganga: por la
hamburguesa acaso más costosa del mundo se pagó un precio de 250.000 euros. Un
cuarto de millón por 125 gramos. Los pagó el fundador de Google, Sergey Brin,
quien hasta ahora ha sido el principal patrocinador de Post. La idea original
del investigador era recrear un chorizo de cerdo, pero el multimillonario de
internet insistió en que fuera una hamburguesa, con el argumento de que es más
«estadounidense» que el chorizo.
«Dentro de cinco o siete años
podríamos producir un kilo a 65 dólares»: así proyecta Post la caída en el
costo que puede llegar a lograr cuando empiece a producir en grandes
cantidades. Otros son aún más optimistas y calculan que en 10 o 15 años
lograrán un precio de ocho dólares el kilo, perfectamente apto para comerciarlo
en las cadenas de supermercados. Y aseguran que las hamburguesas son apenas el
principio. Post ya sueña con milanesas y churrascos clonados. «En teoría, todo
eso ya es posible».
Aquello que a la carne
artificial le falta en materia de sabor, lo compensa con su balance ecológico:
comparada con la producción de carne tradicional, demanda 45% menos de energía,
96% menos de agua y 99% menos de superficie, según cálculos realizados por
investigadores de la Universidad de Oxford. Un ganado de 35.000 vacas a las que
cada tanto se les extraería un poquito de tejido muscular bastaría para
abastecer la demanda de carne de la población mundial. La cría de animales a
escala industrial se volvería entonces historia antigua, al igual que ciertas
enfermedades cardiovasculares. Porque la carne de laboratorio podría
enriquecerse a posteriori con vitaminas y ácidos grasos sanos.
Pero Mark Post está
convencido de que, en última instancia, lo que decidirá si comemos o no carne
artificial será algo completamente distinto: la moral. Si en el futuro llegase
a haber en los supermercados dos tipos de carne para elegir, la común y la
artificial, seguramente la primera vendría acompañada de una etiqueta de
advertencia que diría: «Para elaborar este producto hubo que matar a un
animal». Y entonces la carne de producción tradicional podría experimentar un destierro
similar al que sufren hoy los cigarrillos.
Pero ¿realmente alguien
estará dispuesto a consumir las excéntricas hamburguesas clonadas de Post, esa
comida Frankenfood incubada
en un laboratorio? A las botas de símil cuero y a las pieles sintéticas finalmente
nos acostumbramos, aunque es cierto que uno no se las lleva a la boca… No hay
nada más emocional que comer. En una encuesta representativa, más de la mitad
de los holandeses dijo que podría imaginarse comprando carne artificial. Pero
hay que ver si efectivamente lo haría. Comer con otros crea proximidad, cultiva
amistades, pacifica conflictos. La mesa es el último reducto de reunión para
las familias. Celebramos los casamientos con un banquete y en los entierros
comemos canapés. ¿Comeríamos en esas ocasiones carne criada en placas de Petri,
que no tiene nada en común con un animal de verdad, más allá de una única
célula madre?
Si los investigadores ya
están en condiciones de producir miles de toneladas de carne de vaca a partir
de una única célula madre, ¿de qué más son capaces? Numerosas novelas
distópicas han elaborado hasta el cansancio estas visiones horrorosas. Un
ejemplo es Oryx y
Crake, de Margaret Atwood. Esta autora canadiense describió en su
novela de 2003 cómo en un futuro cercano la humanidad investiga la manera de
combatir su perdición… sin amilanarse ante ninguna perversión. Al final, los
neoagrónomos desarrollan una suerte de gallina que consiste únicamente de
pechuga y de la que ya nadie puede afirmar a ciencia cierta si se trata de un ser
vivo. Es una suerte de bulto que late con un agujero en el lugar donde debería
estar la cabeza: «Es la abertura de la boca, allí le ponemos los nutrientes»,
explica una científica en la novela.
Pero hay un clásico del cine
de la década de 1970 protagonizado por Charlton Heston, Soylent Green (Cuando
el destino nos alcance), que va aún más allá: la película muestra la Nueva York
del año 2022 como un Moloch con 40 millones de habitantes hambrientos. El
cambio climático y el efecto invernadero han vuelto casi imposible la
agricultura clásica. En el mercado negro, un puñado de frutillas cuesta 150
dólares, y los viejos, que aún pueden recordar cómo era todo antes, rompen a
llorar al ver un trozo de carne de vaca.
La gran masa de la población
es alimentada con el alimento artificial Soylent Green, que al parecer se hace
con plancton. Hasta que el honrado protagonista de la película descubre que los
océanos hace rato han sido vaciados de peces por la pesca abusiva y que el
consorcio de alimentos Soylent, que domina todo el mercado, procesa a cada
neoyorkino muerto hasta convertirlo en unas galletitas verdes: «¡Soylent Green
es carne humana!». Los temas centrales de la película no son en absoluto
absurdos, y en la actualidad están más vigentes que nunca: ¿tenemos lo
suficiente para comer?, ¿por cuánto tiempo más?, ¿podremos darnos el lujo de
comer comida «de verdad» en el futuro o estamos muy cerca de tener que tragar a
la fuerza lo que haya?, ¿por dónde pasa el límite entre el placer y la
supervivencia?, ¿y entre el arte y la artificialidad?
Con el crecimiento de las
megalópolis, estas preguntas se tornan más actuales que nunca. Solo el área de
Tokio cuenta hoy con 36 millones de habitantes. En Mumbai, Manila o Ciudad de
México son más de 20 millones. Y la humanidad continúa migrando: mientras que
en 1950 70% de la población mundial vivía en zonas rurales, en 2050 se calcula
que 70% residirá en ciudades. No solo cada metro cuadrado sellado deja de estar
disponible para el cultivo de alimentos: la cuestión es además cómo llegará la
comida a la gente en el futuro si el camino del campo a la mesa es cada vez más
largo. Martin McPherson halló una respuesta a este interrogante justamente en
un lugar que no podría tener menos que ver con una megametrópolis global. Un viento
helado sopla por los campos cerca de Cawood, no muy lejos de York, en el
noreste de Inglaterra. McPherson se sube el cierre de su chaqueta negra outdoor y se lanza
a caminar por la nieve. El camino pasa por el predio del Stockbridge Technology
Center, donde investiga el cultivo de fruta y verdura del futuro. Treinta
personas trabajan en el lugar para poder abastecer con hierbas a los desiertos
de cemento urbanos del porvenir. «Este es el camino hacia la
agricultura urbana», dice McPherson, y conduce hacia un pabellón sin ventanas,
monitoreado por una cámara de video, apenas más grande que una vivienda
unifamiliar.
Estas instalaciones costaron 250.000 libras, de ahí las medidas de
seguridad. La primera puerta se abre con una llave, la segunda con un código de
números. Detrás: aire húmedo y cálido y una oscuridad apenas interrumpida por
filas de puntos luminosos rojos y azules.
Unas piletas de acero llenan el
espacio, dispuestas de a cinco, una sobre la otra, como en un depósito con
estanterías altas. Dentro de las piletas crecen albahaca, frutillas, lechuga y
hasta algunas flores. «Algo tendremos que inventar algún día, cuando queramos
alimentar a 10.000 millones de personas», dice McPherson. «Si comparamos esto
con el rinde tradicional en el campo, aquí podemos multiplicar las cosechas».
McPherson está experimentando
con los cultivos apilables. En lugar de poner la lechuga una junto a la otra,
él las planta una encima de la otra. En la cantidad de pisos que sean. Así,
hace entrar la cantidad de lechuga que se planta en un campo entero en un
sótano. O en un piso de un rascacielos, en una metrópolis habitada por millones
de personas. Allí, la lechuga puede plantarse en el mismo lugar donde más tarde
se comerá.
La falta de sol ya no es un
problema. Porque en la parte inferior de cada una de las piletas de metal hay
ledes que iluminan las plantas que están un piso más abajo. La mayoría irradia
una luz roja, otras son azules, hay algunas blancas aisladas. En el rincón del
salón hay colgado un póster con publicidad de Philips. El consorcio tecnológico
holandés vio que la utilización de ledes en la agricultura podía ser un área de
negocios.
Las ledes brindan luz en
forma eficaz, lo cual permite que la lechuga crezca las 24 horas del día y esté
lista para ser cosechada en el día justo. La cosecha a cielo abierto, en
cambio, siempre está sujeta a factores climáticos. Según McPherson, la mezcla
de colores de la luz permite controlar totalmente la planta. «Podemos acelerar
o desacelerar el crecimiento de las verduras, hacer que las plantas sean más
grandes o más pequeñas, influir en su coloración y modificar el contenido de
nutrientes».
Pero lo principal es que las
ledes –a diferencia de las lámparas tradicionales para invernaderos– casi no
producen calor. Por eso pueden colocarse muy cerca de las plantas, y gracias a
ello es posible apilar las verduras y mudar campos enteros a la estrechez de la
gran ciudad. «En realidad, la tecnología ya se conocía», dice McPherson, «pero
a veces hay que combinar las cosas de un modo distinto». El investigador admite
que aún hacen falta algunos años más de investigación. Por ejemplo, para
descubrir el modo de mantener los parásitos lejos de las estanterías donde
crecen las plantas o de controlar las pestes, que también florecen bajo el influjo
de las lámparas led. Todo dependerá de si las ledes algún día llegan a ser lo
suficientemente baratas como para que este modo de cultivo valga la pena en
términos de costos. En las fábricas de verduras automatizadas, que ya existen
en Finlandia, Holanda, Estados Unidos, Japón y Singapur, el ser humano ya casi
no desempeña ningún papel. En el futuro, prácticamente ya no aparecerá como
productor, sino únicamente en calidad de consumidor, aunque el jardinero
aficionado con el rastrillo en la mano y las uñas negras de tierra seguirá
vigente para las portadas de revistas de jardinería.
¿Cuál de estas ideas sobre el
futuro de la comida acabará por imponerse? Quién sabe. Porque a pesar de la
lógica tentadora, a pesar de los montones de dinero y a pesar de la indiscutible
necesidad de mejorar la producción de alimentos, ya ha habido muchos planes
para alimentar a la creciente población mundial. Y la inmensa mayoría fracasó.
Tal es el caso del Deltapark en Holanda.
Hace 15 años, unos
visionarios agrónomos holandeses comenzaron a diseñar un edificio para cerdos,
gallinas, peces y verduras. Entre las refinerías y las terminales de carga del
puerto de Rotterdam, intentaron levantar un parque industrial de 400 metros de
ancho, un kilómetro de largo y seis pisos de altura destinado a alimentar a más
de 100.000 personas. En cada uno de esos pisos, el Deltapark albergaría 300.000
cerdos, 250.000 gallinas ponedoras y un millón de pollos de engorde. El piso de
arriba se destinaría al cultivo de champiñones, y en el más alto de todos
cultivarían plantas de lechuga, pimientos y rabanitos. En el sótano habría
piletones para la cría de salmones; gusanos y saltamontes servirían como
alimento proteico para el ganado de engorde. El matadero integrado aseguraba
que cada animal dejara la fábrica de alimentos de una sola forma: cortado en
trozos sellados y congelados, aptos para comercializarse en supermercados. Los
diseñadores del parque querían crear un «Futurama alimenticio». Tenían todo
perfectamente calculado. Pero el Deltapark jamás llegó a construirse.
«Fracasó ante la resistencia
de la población», dice Jan de Wilt, uno de los ingenieros agrónomos que
integraron el proyecto, y cuenta que los medios describían el parque como un
«edificio de Frankenstein» y que la gente preguntaba: «¿Qué harán si se desata
una epidemia? ¿Sacrificarán 300.000 cerdos?». La gripe porcina, que a fines de
la década de 1990 acabó con la vida de ocho millones de animales (dos tercios
del ganado porcino del país), estaba aún fresca en la memoria de los holandeses.
De Wilt sigue describiendo
aún hoy en forma muy convincente las ventajas del Deltapark: los establos
estaban planeados de tal manera que cada animal habría tenido más espacio del
que tiene hoy en la cría industrial a gran escala. Iban a tener juguetes para
los chanchos e incluso balcones para que pudieran salir a tomar aire de vez en
cuando. Además, todo el establecimiento industrial estaba diseñado como un
ecosistema cerrado: los excrementos de las gallinas se usarían como abono para
la lechuga, con el calor corporal de los chanchos iban a dar calor a los
tomates. «Las instalaciones estaban diseñadas para ser simultáneamente un
centro de reciclado», cuenta De Wilt.
El ingeniero admite que el
Deltapark acaso estaba demasiado adelantado a su tiempo y que la concepción de
la fábrica quizá fuera demasiado monumental. Sin embargo, está persuadido de
que la tecnología es el único modo de evitar la gran catástrofe alimentaria en
el futuro. Lo único que está por verse es cuál de esas tecnologías se usará. ¿Cómo
se alimentará entonces la humanidad en el futuro? ¿Consumirá acaso mayonesa sin
huevo, carne vacuna sin vaca o plantas de lechuga que jamás vieron la luz del
día? La cuestión no pasa tanto por lo que es técnicamente posible, sino que lo
decisivo será más bien qué estará dispuesta a comer la humanidad en el año
2050. Y si le quedará otra alternativa.
Marzo - Abril 2016
Nota: la versión original de este artículo en alemán, «Essen: Das jüngste Gericht», se publicó en Die Zeit No 18/2015, disponible en www.zeit.de. Agradecemos a la revista su autorización para reproducirlo en español. Traducción de Alejandra Obermeier.
Este artículo es
copia fiel del publicado en la revista Nueva
Sociedad 262, Marzo - Abril 2016, ISSN: 0251-3552
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