Millones de personas perecen cada año sin que se sepa el motivo. EL PAÍS viaja a Mozambique para presenciar un nuevo tipo de autopsia que empieza a esclarecer estos fallecimientos sin culpables
La gente se muere al otro lado de nuestras cucharadas de
azúcar. Millones de personas fallecen sin que nadie sepa por qué, a miles de
kilómetros. Si alguien se concentra en una de estas cucharaditas de azúcar
antes de echarla al café, quizá pueda desandar mentalmente el recorrido del
edulcorante por el planeta hasta llegar a la casa de cemento de Virginia
Chunguana y Elidio Carlos Lima. La pareja, de 21 y 30 años, vive en Manhiça, un
municipio rural en el sur de Mozambique, uno de los países más pobres del mundo.
Elidio trabaja como temporero, por unos 56 euros al mes, para la mayor fábrica
de azúcar de la región: una mole industrial erguida sobre campos de caña, perteneciente a la
multinacional británica Associated British Foods, la propietaria de la marca
española Azucarera y
de la cadena de ropa Primark. Virginia, con un nudo en la garganta, intenta
relatar hoy la muerte de su bebé hace solo 30 días.
“La verdad es que no tenemos ni idea de qué muere la mayor
parte de la gente en los países más pobres”, resume con crudeza el pediatra
español Quique
Bassat, mientras se dispone a escuchar a
Virginia a la sombra de un mango, entre patos, dos cerdos y un gallo. El sol
abrasa. El bebé, según rememora la chica, nació sin vida, en su casa de
cemento, tras un parto interminable que empezó un día y acabó el siguiente. No
hay muchas más pistas. El fallecimiento, sin un culpable conocido, es una
tragedia insoportable para la familia, pero solo un caso más para la
estadística. La OMS calcula que unos 5,6 millones de niños mueren anualmente antes de cumplir los cinco años,
sobre todo en África y el sur de Asia. Y menos
del 3% de los fallecimientos son
certificados por un médico.
“No solo no sabemos de qué muere la gente, sino que en
muchos casos incluso no somos capaces de detectar que muere gente. Eso es lo
que algunos llaman el escándalo de la invisibilidad. Te mueres, pero no queda
registrado en ningún sitio ni siquiera que habías nacido”, lamenta Bassat,
investigador ICREA en el Instituto de Salud Global de Barcelona.
Virginia
Chunguana explica la muerte de su bebé a Quique Bassat y al técnico Julio
Chavana. PAU SANCLEMENTE
Virginia responde a las preguntas de Bassat y su equipo.
Es una autopsia verbal, en la que las palabras hacen de bisturí. En muchas
regiones del mundo, este es el único método disponible para intentar averiguar
la causa de un fallecimiento. Mientras Virginia contesta con susurros, su único
hijo vivo corretea alrededor con una ametralladora hecha con ramas de papayo. Hasta
1992, Manhiça fue escenario de la guerra civil que arrasó el país durante 16
años. Algunos vecinos cuentan que los combatientes de la Resistencia Nacional
Mozambiqueña, anticomunistas, cortaban las cabezas de los marxistas del Frente
de Liberación de Mozambique y las paseaban en picas. Otros hombres, según
narran las mismas fuentes, eran mutilados a punta de machete para imitar en su
piel los bolsillos de las guayaberas, la vestimenta caricaturesca de los
comunistas.
Así fue Manhiça hace no tanto. Hoy, el gran enemigo es el
sida. El 40% de
los adultos vive con VIH.
Sin embargo, es un lugar para la esperanza. Estas tierras preñadas de azúcar
han visto nacer una nueva herramienta, rápida y sencilla, para determinar con
precisión la causa de una muerte: la
autopsia mínimamente invasiva,
desarrollada por el equipo de los investigadores españoles Quique Bassat, Clara
Menéndez y Jaume Ordi. “La fiabilidad de la autopsia verbal es bajísima. En
algunos casos, incluso puede ser peor que decir un diagnóstico al azar. La
autopsia mínimamente invasiva, sin embargo, logra en niños hasta el 89% de
concordancia con las autopsias completas”, describe Bassat.
Es lunes y el cadáver de una niña de 10 años espera a los
investigadores en una sala del Hospital Central de Maputo. En la estancia
contigua, los cuerpos de tres adultos son sometidos a autopsias completas. Sus
torsos están abiertos en canal, con los pulmones, el corazón y el resto de
órganos colgando por fuera como racimos de uvas. Un eviscerador se afana en
abrir el cráneo de una mujer joven, con largas trenzas africanas, mediante una
pequeña sierra eléctrica circular. La escena parece una carnicería. Además de
caro y complejo, el procedimiento es inaceptable para muchas familias.
Sin embargo, el cadáver de la niña de 10 años está listo
para una autopsia diferente. Su cuerpo preside una sala nueva y limpia. Lleva
tan poco tiempo muerta que parece que está viva. Todavía es muy fácil
imaginarla riendo y jugando, como cualquier chica de 10 años. En su pecho, un
folio escrito a mano y pegado con celo a su piel informa de su nombre, su edad
y su raza. Marisa (nombre ficticio) falleció horas antes tras una semana con
vómitos y dificultades para respirar. Fue todo muy rápido.
La patóloga mozambiqueña Luisa Jamisse comienza a meter y
a sacar con mimo una fina aguja de biopsia en el cuerpo de Marisa, para tomar
muestras del tamaño de un fideo de su hígado, de sus pulmones y, a través de la
nariz, de su cerebro. También extrae con una jeringuilla unos pocos mililitros
de sangre y líquido cefalorraquídeo. El proceso apenas dura 30 minutos. Es tan
sencillo que lo podría hacer cualquiera.
“En la cultura africana, las autopsias completas son un
tabú. Nos dicen: si no diagnosticasteis a mi hijo en vida, ¿por qué queréis
abrir su cuerpo ahora que está muerto? Lo bueno de la autopsia mínimamente invasiva
es que podemos devolver el cadáver intacto a su familia”, explica Cesaltina Ferreira, patóloga del Hospital
Central de Maputo, ante el cuerpo inmaculado de la niña. El caso de Marisa,
admite Bassat, “es un ejemplo claro de una muerte muy aguda en la que no
tenemos ni idea de lo que ha pasado”.
La autopsia mínimamente invasiva es potencialmente tan
rápida, limpia, sencilla y barata que ha inspirado un proyecto internacional,
financiado con 75 millones de dólares por la Fundación Bill y Melinda Gates. La
iniciativa, bautizada CHAMPS, despliega ahora esta metodología en seis países
—Mozambique, Sudáfrica, Bangladesh, Kenia, Etiopía y Malí— para identificar
durante los próximos 20 años las verdaderas causas de muerte en los países más
pobres.
Lo que parece sencillo en un país rico es una tarea
endiablada en los poblados profundos de África, siempre muy cerca de un
hechicero y demasiado lejos de un médico. En su choza de ladrillos de barro en
Manhiça, el curandero Eugenio Carlos Massimbe, de 40 años, se arrodilla y lanza
en el suelo un puñado de conchas de moluscos, como si fueran dados en un
casino. Tras mirarlas en silencio, vestido con una camiseta de la selección de
fútbol de Sudáfrica y una falda con la cara del rey de Suazilandia, Massimbe proclama
con solemnidad: “Los curanderos luchamos contra las maldiciones que echan los
brujos para provocar enfermedades en las personas. Echamos a los espíritus
malignos”.
“Aquí en Mozambique, y en Manhiça en particular, el
fenómeno de la muerte se ve como algo muy místico, que está influido por
creencias religiosas y tradicionales”, explica la antropóloga Khátia Munguambe,
del Centro de Investigación en Salud de Manhiça (CISM). Su equipo intenta
identificar las barreras culturales para la aceptación de las autopsias
mínimamente invasivas. “Estamos en un país en el que el tráfico de órganos es
una realidad. Las personas son raptadas para extraer sus órganos para ritos
tradicionales. Esto está documentado y ocurre en países de África subsahariana.
Así que es muy fácil que las personas asocien una nueva tecnología a lo que ya
saben que ocurre. Nuestro papel es frenar esos rumores”, sostiene Munguambe.
La investigadora pone otro ejemplo de los bulos que corren
de boca en boca y amenazan con arruinar las nuevas políticas sanitarias. “Hemos
detectado la creencia de que las mujeres contraen cáncer de cuello de útero
porque tienen relaciones sexuales con hombres casados”, señala Munguambe. “Se
piensa que las esposas de los hombres acuden a brujos para que hechicen a las
amantes, con el resultado de un tumor. Esto crea mucho estigma. Las mujeres
tienen miedo de descubrir que tienen un cáncer de cuello de útero, porque serán
acusadas de adulterio”.
El Centro
de Investigación en Salud de Manhiça es uno de los epicentros de la búsqueda de las
causas de la muerte. La institución se creó en 1996, con apoyo de la
Cooperación Española y bajo el liderazgo del epidemiólogo Pedro Alonso. Hoy, la
organización mozambiqueña está hermanada con el Instituto de Salud Global de
Barcelona, un centro impulsado por la Fundación Bancaria "la Caixa".
La médica Clara
Menéndez ha trabajado en ambos lugares
desde el primer día.
“Cuando sabemos la causa precisa de una muerte después de
realizar una autopsia mínimamente invasiva, es frustrante, porque la mayoría de
las muertes, yo diría que hasta el 90%, podrían haberse prevenido”, lamenta
Menéndez, directora de la iniciativa de Salud Materna, Infantil y Reproductiva
en el Instituto de Salud Global de Barcelona.
La de la niña Marisa es una de esas muertes frustrantes.
El patólogo Jaume
Ordi recibe las ínfimas muestras del
cadáver un día soleado en el Hospital Clínic de Barcelona. “Hemos podido
confirmar, con los análisis anatomopatológicos y microbiológicos, que la niña
murió de neumonía, pero tenía además una malaria cerebral, que contribuyó
también de forma significativa a su muerte”. Ambas enfermedades eran fácilmente
prevenibles y tratables con fármacos de unos pocos euros. Marisa, como otros
millones de niños cada año, no tendría por qué haber muerto.
“Este proyecto puede significar una verdadera revolución
en la salud pública, porque por primera vez tendremos unos datos fiables que
nos permitirán entender de qué se muere la gente en los países más pobres”,
confía Quique Bassat. “Y entender de qué se muere la gente en los países más
pobres nos permitirá cambiar las cosas: cambiar nuestras políticas actuales de
salud para prevenir que estas muertes ocurran en el futuro”.
Foto principal: Los investigadores Cesaltina Ferreira, Quique Bassat y Clara Menéndez asisten a la autopsia mínimamente invasiva de Marisa en el Hospital Central de Maputo.PAU SANCLEMENTE
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