La
actual crisis global puede ser pensada como una «crisis de alimentación», como
un pasaje de la gastronomía a la «gastro-anomia», del comer junto al otro al
«picoteo», a menudo en solitario... pero una modificación de los hábitos
alimentarios conlleva un cuestionamiento más general a los sistemas de
producción, distribución y consumo asentados en intereses poderosos que no
funcionan como una conspiración de supervillanos sino como tendencias impersonales
guiadas por la macroeconomía y la técnica. En ese marco, ni la ilusión
tecnológica ni la ilusión pastoril parecen capaces de salvarnos de un devenir
poco auspicioso.
Nuevamente leemos en los
informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la
Agricultura (fao,
por sus siglas en inglés) de 2015 que la disponibilidad alimentaria fue, y será
al menos por el próximo lustro, superior a las necesidades promedio. Esto
quiere decir que cada habitante del planeta Tierra dispondría –al menos
estadísticamente– de más calorías de las que necesita para llevar una vida
activa y sana. El problema de estas estadísticas que advierten que, observando
producción y población global, todos podrían comer (refutando otra vez el
augurio malthusiano), es que son estimaciones agregadas de los datos que
proveen los países, algunos de los cuales ni siquiera censan su población y
mucho menos su producción, sino que la estiman. Se trata, además, de promedios
mundiales, detrás de los cuales se ocultan los extremos nacionales. Al
analizarlas descubrimos que, al menos desde el lado de la producción, no hay
razones que justifiquen los 800 millones de subalimentados y que hay pocas
razones para los 1.500 millones de personas con sobrepeso (de las cuales 30%
son decididamente obesas). En realidad, estas cifras deberían servir para
problematizar esta cuestión, no para clausurarla con la alegría de que todos
pueden tener la panza llena. Estas publicaciones nos dicen que algo está mal en
la alimentación actual, que produce estos resultados aparentemente
contradictorios.
Vamos a señalar los campos
donde pensamos que radican los problemas, para luego abordarlos brevemente. En
la esfera de la producción, enfrentamos una crisis en la disponibilidad que
–como ya señalamos– no pasa por la cantidad de alimentos, sino por su calidad y
por la sustentabilidad del modelo de producción. En la distribución,
enfrentamos una crisis de equidad que significa que los alimentos no van adonde
se necesitan, sino adonde los compradores pueden pagarlos. En el consumo,
enfrentamos una crisis de comensalidad, ya que han colapsado las culturas
alimentarias: el comensal se convirtió en un consumidor solitario y la
gastronomía, en gastro-anomia.
Esta crisis es global porque si bien
en principio es la crisis de las sociedades capitalistas de la órbita
occidental, sus efectos se extienden a todo el mundo, arrastrando a otras
sociedades, organizadas sobre la base de otros principios pero que habitan el
mismo planeta. Aunque los pigmeos Mbuti de la selva lluviosa africana no
coticen sus alimentos en bolsa, las directrices de la Organización Mundial del
Comercio (omc)
que legitiman la agricultura extensiva de monocultivo químico o la fabricación
tóxica los afectan de todos modos: sufren el cambio climático, les cae lluvia
ácida, sus ríos son contaminados y se encuentran en medio de guerras económicas
por los recursos de su territorio.
Es estructural porque,
como nunca en la historia de la cultura alimentaria humana, todas las áreas
están comprometidas de manera simultánea. Y es paradojal porque hay alimentos
suficientes, tecnologías apropiadas y razones concretas para que se produzca,
distribuya y consuma de otra manera.
Hemos señalado que, del lado
de la producción, la crisis no pasa por la disponibilidad: hay suficiente
energía para todos. Pero otra cosa es la composición de esa energía: 70%
proviene de hidratos de carbono, azúcares y aceites refinados, lácteos y
grasas. Precisamente los alimentos que las guías alimentarias promovidas por la
Organización Mundial de la Salud (oms) recomienda comer en menores cantidades, ya que
se los considera causantes de enfermedades no transmisibles que aquejan a las
sociedades actuales. Pero peor es la falta de sustentabilidad, porque con estos
métodos ni la agricultura ni la ganadería ni la pesca garantizan la producción
futura.
La agricultura intensiva de
monocultivo químico ha logrado aumentar exponencialmente los rendimientos, pero
sus costos sociales y ambientales también han sido gigantescos. Aunque en las
últimas décadas los aumentos se debieron antes al mayor rendimiento por
hectárea que a la extensión de la frontera agraria, la búsqueda de tierras
vírgenes continúa y se avanza sobre bosques nativos, humedales e incluso
desiertos. Por eso es que hay tanta prisa por recortar reservas de biosfera para
que las generaciones futuras todavía puedan conocer lo que fue un paisaje
nativo.
La diversidad se ve amenazada
cuando entendemos que de las 250.000 plantas superiores clasificadas solo
20.000 son comestibles, pero hoy apenas 15 especies producen 90% de los
alimentos consumidos y únicamente tres (maíz, arroz y trigo) proveen las dos
terceras partes de la energía y más de la mitad de las proteínas que se
consumen en el mundo1. Además, se ha
producido una monstruosa reducción de la variedad intraespecífica: en 1903 en
Estados Unidos se cultivaban 307 variedades de maíz; en 1983, solo 12, y hoy,
con el avance de la variedad transgénica bt, la gama se redujo a cinco.
Tal vez por esto los bancos de semillas han proliferado: Bóveda Global de
Semillas de Svalbard, Millenium Bank Seeds Project (Gran Bretaña) o el
Instituto Nacional de Tecnología Agraria (inta) de Pergamino (Argentina).
Bajo este modelo de agricultura, los granos toman más agua que los humanos
(además de que tienen efectos contaminantes). Aun a kilómetros, los cursos de
agua llevan el exceso de agroquímicos que producen efectos deletéreos en la
flora (eutrofización de lagunas costeras) y la fauna (por ejemplo, muerte de
ranas, pájaros y peces). Es un tipo de producción altamente dependiente del
petróleo (recurso no renovable), no solo por el gasoil que mueve la maquinaria
y el transporte, sino por las largas cadenas de hidrocarburos que se necesitan
para producir la química asociada (fertilizantes, pesticidas, etc.), cuyos
efectos se hacen sentir no solo sobre la producción, sino también sobre la
población rural y la que se asienta a muchos kilómetros de distancia, a través
de los residuos que persisten en los alimentos y que enferman a los
consumidores2. El efecto de los
agroquímicos ha transformado las áreas rurales en los lugares más insalubres del
planeta3. Pero además se profundizó la degradación en los suelos
que debería proteger, ya que los sobreexplota reponiendo solo una fracción de
los nutrientes que extrae (a eso se lo llama agricultura «de minería o
extractivista»). Esta manera de producir está legitimada por sus altísimos
rendimientos y porque externaliza sus costos sociales y ambientales, que son
asumidos por toda la sociedad. Y por todo el planeta, en tanto contribuye con
20% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
La producción ganadera
también ha sufrido modificaciones notables, sobre todo cuando la renta media
comenzó a subir y poblaciones que basaban su cocina en cereales comenzaron a
incluir ingentes cantidades de alimentos de origen animal. Para producir esas
proteínas, al mismo tiempo que aumentaba la agriculturización del paisaje, se
estabularon los animales, antes en libertad, y se los comenzó a alimentar con
granos cultivados para ese fin. La soja argentina, por ejemplo, sigue este
destino: se trata de un grano forrajero destinado a las granjas de pollos y
cerdos chinas. La demanda de productos animales para dietas pobres, si bien
saludable para los humanos, fue nefasta para los animales, ya que dio origen a
un tipo de ganadería intensiva y farmacológica. Porque para mantener juntos a
miles de animales, en pequeños espacios, comiendo todo el día, y evitar las
enfermedades, se los medica preventivamente con antibióticos (los mismos que
usamos los humanos). Trabajos científicos advierten que en estos
establecimientos se está produciendo una selección artificial (pero
descontrolada) de las bacterias antibiótico-resistentes. Y, al mismo tiempo, este
tipo de ganadería contribuye con metano (de efectos más nefastos que el dióxido
de carbono) como gas de efecto invernadero.
En el mar tampoco hay
refugio. La pesca industrial de alta tecnología en barcos factoría ha aumentado
las capturas hasta el punto de poner en peligro los caladeros (el informe de
la fao de
2008 advierte que, de mantenerse la situación actual, para 2050 se habrá
extinguido 90% de las especies marinas)4. Esta pesca
depredatoria e irresponsable arroja al mar –como peces muertos– cerca de 30% de
la captura (especies como delfines o tortugas que se atascan en las redes o
simplemente peces de menor valor o que no coinciden con el envase). La
acuicultura –todavía– no ha logrado despegar y, mientras no modifique sus
métodos, esto es una fortuna, dada la destrucción de los ecosistemas en que se
asienta5.
Sintetizando: la forma actual
de producir alimentos debe ser urgentemente reformada debido a sus costos
ambientales y sociales. Frente a ello, la agricultura orgánica, la ganadería
pastoril o la pesca responsable intentan subsanar el daño ambiental para que
haya un futuro.
La segunda fase de la
producción de alimentos, la industrialización, también presenta problemas.
Desde el siglo xix,
los alimentos han pasado de frescos a procesados y en la actualidad, a
ultraprocesados, en un continuo que va de la cocina a la fábrica y de la
fábrica al laboratorio. Los alimentos industriales son mercancías mecánicamente
producidas, conservadas (desde las latas a la irradiación) con la aplicación de
los últimos conocimientos científicos (físicoquímicos en la ingeniería y
sociopsicológicos en el marketing), de manera de lograr, si no sabor, por lo
menos seguridad biológica, que estará garantizada por los sistemas expertos de
la modernidad (marcas, bromatología, etc.). Esos alimentos son transportados
por redes de comercialización mayorista-minorista a todos los lugares del globo
(donde puedan pagarlos), y como la industrialización permite deslocalizar y
desestacionalizar los consumos, todos los habitantes del planeta tendrán en la
base de sus patrones alimentarios gaseosas, caldos deshidratados, azúcar,
harina y aceite refinados, lácteos conservados, verduras, frutas y carnes
enlatadas, y un sinnúmero de productos de fantasía que han sido calificados por
los nutricionistas como «antinutrientes» o «comida chatarra». Buenos para
vender y malos para comer. Estos alimentos industrializados, estandarizados,
conservados, envasados, coloreados, saborizados y publicitados, comenzaron a
difundirse por el globo a medida que se expandía un estilo de vida. Ya que
comemos como vivimos, en tanto se difundía la manera de vivir de las sociedades
occidentales urbanas regidas por el mercado, la industria de los alimentos
desplazaba a las amas de casa de la cocina, y estas se integraban al mundo del
trabajo asalariado con una doble carga: reproductiva y productiva. Entonces,
las mujeres vieron en los alimentos industrializados, prepreparados,
biológicamente seguros y publicitados, una manera de cumplir con los roles
múltiples que les impone este estilo de vida. Si vivimos corriendo, comeremos
rápido.
La crisis del paraíso
alimentario que promete la agroindustria se ve en la distribución inequitativa.
En los hogares impera la reciprocidad. Allí se distribuyen los alimentos de
acuerdo con los valores predominantes respecto de la salud, el cuerpo y el
efecto de aquellos sobre él. El circuito de los alimentos donados impera en las
instituciones y distribuye según la necesidad (catástrofes naturales y
sociales, o situaciones preventivas para que la necesidad no aparezca). Pero es
el circuito de mercado por donde circula la mayor cantidad de los alimentos
consumidos. Ellos llegan a través de redes mayoristas y minoristas y se
distribuyen de acuerdo con la capacidad de compra del comensal. Como los
alimentos son mercancías –y prácticamente no se diferencian de cualquier otra
mercancía industrializada–, se producen a costa de enormes inversiones y se
espera de ellos enormes ganancias. Frente a ello, la población concentrada en
ciudades no tiene opciones, ya que ha perdido toda posibilidad de producir
alimentos y debe comprarlos. Si la distribución de los alimentos depende de la
capacidad de compra y no de la necesidad, olvidemos la equidad: comerá aquel
que tenga para comprar, no quien lo necesite. Los desnutridos del mundo suelen
detectarse justamente entre los productores rurales de alimentos, no porque
falle su producción (aunque a veces pueda existir alguna causa natural), sino
porque incluso cuando son «exitosos» deben vender sus productos a precio vil,
ya que no tienen una posición dominante en la cadena agroalimentaria. Mientras
no se consideren los alimentos como bienes sociales, la distribución dependerá
del ingreso y no de las necesidades. Así, encontramos paradojas como el
desplazamiento de la obesidad –antaño una enfermedad de la abundancia– hacia
los sectores (y países) de menores ingresos. Y esto no debería sorprendernos,
ya que los más pobres compran y comen los alimentos más baratos que produce la
agroindustria (ricos en hidratos de carbono, azúcares, grasas), mientras que
los que tienen con qué pueden elegir y darse el lujo de comer fresco, limpio y
orgánico y tienen –por lo tanto– más posibilidades para cuidar tanto su salud
como su cintura6.
En el consumo, en tanto, se
vive una crisis de comensalidad. Los alimentos industrializados son los mismos
en todos los lugares del planeta. Apenas alguna variación para adaptarlos al
gusto local y facilitar así el ingreso al mercado recubre el núcleo básico de
mercaderías baratas llenas de hidratos de carbono y grasas azucaradas, saladas,
coloreadas, en las que el producto en cuestión es lo menos importante. Pueden
ser tomates al natural o salchichas, todos llevarán sal, azúcar, la
omnipresente lecitina de soja y aditivos químicos, pero por sobre todo llevarán
«modernidad», rapidez, inocuidad. Todos comemos parecido, la función
homogeneizante de la industria global ha arrasado con las diferencias
culturales y, con ella, las identidades alimentarias acusadas de viejas,
grasosas, pesadas, difíciles y trabajosas. Opuestas a todo lo que el ideal de
sociedad de comunicación instantánea y producción eficiente requiere. Pero la
identidad alimentaria es parte de la identidad general. En la historia de la
cultura humana, la gastronomía (el saber acerca del buen comer) vehiculizaba el
sistema de clasificaciones del tiempo (el ritmo de las comidas), el espacio
(qué debe ser público y qué privado), las jerarquías (con quiénes y de qué
manera se puede compartir), lo que se debe comer (por sus ventajas económicas,
ecológicas y/o nutricionales), etc. Estas reglas no solo estructuraban los
eventos alimentarios, eran un espejo de la vida social. Se trata de
clasificaciones oscurecidas como si fueran «naturales» y pertenecieran a los
productos y no a la sociedad. La gastronomía no es el saber de los chefs sino
el saber reproductivo de las especialistas: las mujeres que cocinan desde hace
milenios y a cuya observación debemos los alimentos y las preparaciones
actuales. Hoy esos saberes y esas categorías han sido arrasados, el mundo
cambió y la alimentación cambió con él, cada vez son menos las comidas
estructuradas y lo que crece es el picoteo solitario, fuera de toda regla.
En
un mundo hiperconectado en el que las recetas de las abuelas son sustituidas
por internet, hay muchos que pretenden enseñarnos a comer: chefs,
nutricionistas, ecónomas, publicistas y productores indican cómo comer «rico,
sano, barato, moderno o rápido». Y entre tantos valores simultáneos y no
jerarquizados, el comensal actual se pierde. Además, estos valores que dan sentido
al consumo pueden ser antagónicos (lo rico no siempre es barato, lo barato no
siempre es sano, lo sano no tiene por qué ser rápido, etc.), de manera que el
comensal debe elegir solo, individualmente, sin el «otro» cultural que pautaba
su ingesta. Como advierte Claude Fischler, se ha pasado de la gastronomía a la
gastro-anomia: comensales solitarios que comen sin sentido, cuando quieren, lo
que creen querer cuando son tentados por las múltiples oportunidades de la
sociedad obesogénica, que reclama permanentemente que se compre y se coma en
todo momento7. Hay que consumir
24 horas, los siete días de la semana, y como la alimentación es una tarea de
baja intensidad, podemos comer mientras caminamos, hablamos o tecleamos. La
estimulación es permanente, consumir hasta engordar, consumir hasta morir.
Mientras las reglas de la comensalidad ponían horas y ocasiones para comer, de
las cuales «la mesa» es el mejor ejemplo, hoy la estimulación conduce a
abandonar la comida estructurada y picotear en todo momento y en todo lugar. Y
en ese «picoteo», el otro cultural desaparece, queda el individuo solo,
creyendo que elige libre e informadamente (con el saber interesado que le
brindan las publicidades de los productos ultraprocesados que le vende la
industria), buscando en la comida y la bebida estandarizadas un punto de
anclaje para su subjetividad vacilante. Ello ocurre porque la crisis global se
da en las tres áreas y simultáneamente. Fischler la llama «crisis de
civilización». Por el contrario, aquí la consideraremos una crisis del derecho
a la alimentación, que –aunque reconocido como derecho humano por la Organización
de las Naciones Unidas (onu)–
sigue siendo declamatorio desde 1948 cuando, luego del horror de la Segunda
Guerra Mundial, muchas naciones soñaron con un mundo libre de hambre.
El futuro de la comida y de la sociedad de comensales
Si devoramos el planeta con
nuestra producción descontrolada, distribuimos inequitativamente produciendo
sufrimiento innecesario y enfermedad evitable, consumimos sin sentido y en
soledad inhumana, ¿es posible cambiar? Y de hacerlo, ¿cómo asegurar que sea en
una dirección que no cause otros daños? La necesidad de buenas directrices y de
su aceptación generalizada es evidente (en todo el mundo, ya que los problemas
de la alimentación actual son tanto locales como globales). Si queda claro que
hoy la crisis alimentaria existe en el mundo porque permitimos que exista, no
hay excusa que la justifique, no son sus causantes las catástrofes naturales,
ni los dioses, ni el destino. Es una creación humana, de las sociedades en las
que vivimos y que diariamente contribuimos a reproducir y modificar. De las
relaciones sociales que establecemos, que legitiman quién come y quién no. Hoy
en día, los valores que alientan la sobreproducción y el sobreconsumo en una
parte del mundo condenan a la subproducción y al subconsumo a la otra parte, y siempre
a costa de manejar el medio ambiente de manera irresponsable, dejando sin agua,
sin tierra y sin biodiversidad a nuestros hijos.
Es tiempo de cambiar; hoy
están todos los valores, las voluntades y las herramientas para hacerlo. El
problema es si se llegará a tiempo, dada la inercia de una oposición monstruosa
que se manifiesta como un poder sin poder (no como una conspiración de
supervillanos de historieta como quieren algunos), sino como tendencias
impersonales guiadas por la macroeconomía y la técnica que estructuran esta realidad que
se nos presenta como la única posible. A la luz de la crisis, las propuestas
deben ser necesariamente ambiciosas, dado que la alimentación es producto y al
mismo tiempo produce relaciones sociales; dentro de ciertos límites, se puede
cambiar el mundo cambiando la alimentación.
Todos los patrones
alimentarios deben cambiar: los patrones deficientes deben reforzarse hasta
llegar a ser cultural y nutricionalmente adecuados. Pero si los pobres
latinoamericanos desearan comer como un oficinista estadounidense, eso no sería
ni deseable (porque engrosarían las filas de las enfermedades no transmisibles
de las sociedades opulentas) ni posible (porque se necesitaría multiplicar por
cuatro el consumo de agua, por seis la energía y por ocho la economía mundial,
lo que induciría una mayor presión sobre recursos ya bastante dañados). El
cambio necesario es también un cambio en una nueva dirección, no implica ni
volver al pasado ni copiar al vecino (y menos si el patrón alimentario del
vecino es suicida), sino crear nuevos caminos y, frente a la oleada
homogeneizante de la comida industrial global, crear caminos propios que
contemplen las variables medioambientales, culturales, económicas y
nutricionales locales y globales (porque no hay lugar en el mundo que no esté
conectado al planeta y a su dinámica ecológica, económica y política, por lo
menos).
Nadie duda en buscar la
adecuación en la alimentación deficiente, pero es necesario que cambien también
los patrones alimentarios de quienes tienen demasiado. El Norte ahíto también
debe abandonar sus consumos inadecuados, la abundancia no los hizo ni más sanos
ni más felices: solo más gordos. Esto va a ser más difícil: ceder las
necesidades innecesarias creadas por la publicidad de la agroindustria que los
ha convencido de que es su derecho y su elección más sabia atiborrarse de
grasas y azúcares, y retomar la frugalidad en la cantidad y la salubridad en la
composición va a requerir muchísimo más trabajo que incrementar la calidad de
la dieta en la tres cuartas partes del mundo, porque este consumo conspicuo es
producto de una enorme maraña de intereses macroeconómicos y políticos.
Todos los patrones
alimentarios deben cambiar y deben hacerlo en una dirección: introduciendo
racionalidad en toda la cadena alimentaria, hasta llegar a un consumo
«adecuado» (ecológica, económica, social, cultural y nutricionalmente
hablando), formando regímenes «de diseño» que, en líneas generales, deberían
aplicar la sana crítica científica (cuando digo «sana» digo basada en la
investigación y no en los intereses económicos) para tomar lo posible de las
tradiciones culturales y lo razonable de la situación nacional. Si se reconoce
el derecho a la alimentación de todos los habitantes del planeta, habrá que
producir distinto y distribuir distinto para llegar a consumir distinto. Todos.
Se empieza por la lactancia
materna, el único alimento de y para los humanos, perfecto para la especie, la
sociedad, las madres y sus hijos. Es el mejor alimento porque, además de ser placentero,
es orgánico, sostenible y sin ningún costo ambiental. No existe otro alimento
universal y su consumo debería promoverse siempre. Todos los demás alimentos
entran en la dinámica de la ecología y la cultura. Tal vez más carne aviar que
vacuna, tal vez menos pescado hasta que se recuperen los caladeros, tal vez
insectos y moluscos donde haya posibilidades (no se horroricen: Francia ama los
caracoles y México los gusanos rojos). Hace décadas que todas las directrices
de la oms tienden
a incrementar el consumo frutihortícola, agua en lugar de gaseosas, y los
alimentos frescos, agroecológicos y locales. Lo que nos lleva a cocinar, es
decir a recuperar el control de nuestra comida, elaborarla con productos
frescos y consumirla con otros, como hicimos los humanos durante milenios,
intercambiando alimentos y mensajes (y el primero es que no estamos solos).
Pero estas dietas de diseño, sus tendencias siquiera, son imposibles en el
mundo actual. Si la alimentación es producto y productora de relaciones sociales,
debemos concluir que esta alimentación es funcional a estas relaciones
sociales. Obviamente estoy hablando de cambiarlas, no solo las que fundan la
economía del hambre, sino las que hacen que el tiempo de la mercancía se
imponga al de los ritmos circadianos de los productores, que el espacio del
comercio se imponga al paisaje local. No hay régimen alimentario adecuado si se
valoriza el nutriente y no el comensal. Solo con el otro se puede.
Anthony Giddens escribió
sobre la doble articulación de lo social, rescatando la capacidad de agencia de
los sujetos para la transformación8. Si bien es
cierto que vivimos en un mundo que nos antecede, que fuimos formateados por
instituciones que hace milenios que funcionan con sus propias reglas y nos
socializaron para reproducirlas, ellas no viven sino por la acción de los
sujetos que las mantienen, reproducen y modifican. Entonces –dentro de ciertos
límites–, cambiar la alimentación es cambiar las relaciones sociales, y cambiar
las relaciones sociales, sin duda, modifica la producción, la distribución y el
consumo alimentario de los sujetos y sus instituciones. Tanto a escala global
como local es creciente la cantidad de iniciativas porque la realidad del
cambio climático, de las crisis cíclicas de la economía y del padecimiento de la
malnutrición interminable nos convoca a analizarla desde otras bases. Y como
seres humanos, ya que hacemos lo que hacemos porque nuestras acciones tienen
sentido y responden a una lógica, el primer cambio es epistémico. Tal vez el
más profundo sea la modificación de los valores que dan sentido a la
alimentación. El enfoque de derechos, en tanto deje de ser declamatorio, puede
muy bien convertirse en un norte. Estamos viviendo en una época en que todos
deberían poder comer. Lo que hagamos con nuestra alimentación en el presente
prefigura el futuro de la sociedad. Vislumbrar que otras relaciones sociales
(otros modos y medios de producción), otros valores que le den sentido a la
vida social –porque la sociedad de la mercancía, del salario y del dinero es
superable– configurarían una salida civilizada de la crisis alimentaria actual.
La lógica de la ganancia del capitalismo no es el único valor posible para
orientar la alimentación humana; la equidad, la justicia, la solidaridad, la
salud, el cuidado del medio ambiente y de las generaciones por venir podrían
muy bien ser los valores «candidatos» para iluminar otros sistemas.
Claro que hay otras salidas.
La salida bárbara, que los humanos inventamos hace milenios, fue segregar
diferencia; entonces las sociedades solucionaron sus crisis recortando el
derecho a la alimentación de los niños, las mujeres, los pobres, los «otros».
Concentrada la alimentación en un sector (los adultos, los varones, los ricos,
los ciudadanos), estos ejercieron la titularidad de los derechos sobre la
comida y los otros debieron resignarse a las sobras. Esta salida ya no es
aceptable aunque muchos todavía busquen conservar extraños privilegios sociales
imaginarios, como el sexo, la raza, el poder, el dinero. Otra salida bárbara es
no hacer nada y esperar el colapso (que indefectiblemente sobrevendrá a la
inacción). La salida civilizada es cambiar ya. Y comenzar cambiando los valores
que organizan la vida social y la comida.
Frente a la ilusión
tecnológica que nos adormece diciendo «dejen todo en manos de la tecnología que
ya inventará algo que limpiará el planeta y nuestras arterias»; frente a la
ilusión pastoril que levanta la idea de que es posible producir y consumir como
en un pasado bucólico, sin industria, sin química, sin ciencia, volviendo a las
relaciones primarias y al consumo directo (para pocos, porque ¿a cuántos puede
sostener este mundo y con qué calidad de vida?), existe la necesidad de generar
valores que provean un cambio de mentalidad, valores que den sentido a otras
prácticas. Vislumbrar que otra economía, otras relaciones sociales, otro modo
de vivir y de comer es posible, que la actual no es la única manera. Algunos
indicios convergentes anuncian que esa transformación ya ha comenzado, pero las
posibilidades del cambio dependerán de nuestra capacidad para distinguir las
tendencias y sumarnos a las prácticas que anuncian su posibilidad.
Si admitimos la complejidad
de la alimentación humana, no podemos buscar una receta para la solución a la
crisis planetaria. No hay «bala de plata». Ni la educación alimentaria ni la
agroecología ni el comercio justo ni las buenas prácticas ni el consumo
responsable son suficientes, aunque bien podrían integrar una solución en una
parte del complejo sistema de relaciones, intereses y poderes que tejen la red
de la alimentación de nuestros días. No hay, no puede haber soluciones únicas,
esas son mágicas y, aunque existan (los científicos las llamamos azar), no se
puede confiar en ellas.
Con el malestar de la
síntesis que ha aquejado este trabajo, esbozaremos que las múltiples propuestas
actuales siguen dos direcciones:
a) van de lo micro a lo
macro, es decir, del sujeto a las instituciones, y proponen cambiar desde la
cultura de la cotidianeidad. Cambiar la alimentación para cambiar las
relaciones sociales, sujeto a sujeto, uno por uno, para que la calidad de la
cantidad modifique la institucionalidad. En esta línea están los promotores de
la educación alimentaria, los autoproductores de alimentos, los productores
alternativos al modelo extractivista (sean orgánicos, responsables,
agroecológicos, permacultores, etc.), las experiencias de formas de
distribución diferentes del supermercadismo como las ferias, las cadenas cortas
(del productor al consumidor), las redes de comercio justo, los movimientos
cooperativos, los colectivos por el consumo responsable (suficiente, medido,
autolimitado, lento, etc.), por nombrar los más conocidos. Mediante la praxis
individual, el peso de millones de cotidianeidades transformadas modifica las
instituciones, el camino de la conversión (pregúntenles a las religiones) es
posible, es estable porque construye legitimidad, pero es largo y lento.
b) Otras propuestas van de lo
macro a lo micro, es decir, cambiar desde las instituciones las relaciones
sociales que inciden en la alimentación de los sujetos. Por ejemplo, instalando
el concepto de derecho en las instituciones que rigen las naciones y las
relaciones entre ellas y sus ciudadanos. Se busca cambiar el funcionamiento de
las instituciones con sus leyes, reglamentos, decretos que legitiman la
producción sucia, el consumo conspicuo o la publicidad engañosa.
Aunque el
mercado interpenetra el tejido de los Estados modernos, precisamente –para
seguir con la metáfora– porque es un tejido de intereses contrapuestos, puede haber
lugares donde operen distintas lógicas que la ganancia. Normas y reglamentos
que legitiman la destrucción del medio ambiente, la contaminación salvaje, la
venta de antinutrientes o la publicidad de chatarra pueden y deben ser
modificados y, aunque falta muchísimo, se ha avanzado en su regulación. A pesar
de los intereses, se ha puesto bastante saber y energía en eliminar sustancias
peligrosas (el plomo en la gasolina, el ddt en la agricultura), y
todavía faltan muchísimas más. La agroindustria alimentaria puede regularse (y
no colapsar en la reconversión, como sistemáticamente amenaza) para producir
alimentos saludables, buenos para comer y amigables con el medio ambiente
(aunque el rendimiento sea menor). No hay que destruir la industria (eso es
parte de la ilusión pastoril), hay que regularla, y esto ocurre a nivel macro,
de los Estados (que necesariamente también deberán cambiar para ponerse al
servicio de la población y no del capital) y de las organizaciones
internacionales, donde se puede operar (aun con la dificultad que implica el
poder de empresas multinacionales que permean los Estados y manejan mayores
presupuestos que los pib de
muchos países). Aun así, estas organizaciones deben mantener una máscara de
preocupación por la humanidad y respeto por la ciencia, por lo que desde la
política, la academia o la religión a veces se han podido introducir
regulaciones, leyes antimonopólicas, obligaciones de reparación, multas por
contaminación, etc.
En todos los campos, la
principal tarea que la alimentación del futuro demanda es cambiar la lógica que
domina las relaciones sociales actuales; desplazar el mercado como eje
integrador de las sociedades, dadas las crisis en sus categorías fundamentales:
el trabajo, el valor y el capital. El mercado no nos ha acompañado siempre; en
realidad, en la historia de la cultura humana es una creación bien reciente de
las sociedades estatales que encontraron esta vía para organizar uno de los
sistemas a través de los cuales distribuían sus bienes. Es con el capitalismo como
el mercado pasó de ser un mero
organizador de los intercambios a convertirse en el eje integrador de las
sociedades.
Voy a terminar este artículo
como termino todas mis conferencias desde hace dos décadas: para que haya otra
historia de la comida, y antes de que la lógica de la ganancia del mercado
termine de convertir el planeta en un shopping para
pocos, podemos y sin duda debemos producir nuestra comida con sustentabilidad,
distribuir nuestra comida con equidad y consumir nuestra comida en comensalidad.
·
1.
Vaclav Smill: Alimentar al
mundo. Un reto para el siglo xxi, Siglo xxi, Madrid, 2003, p. 272.
·
2.
Mónica Muñoz-de-Toro, Milena
Durando, Pablo M. Beldoménico, Horacio R. Beldoménico, Laura Kass, Silvia R.
García y Enrique H. Luque: «Estrogenic Microenvironment Generated by
Organochlorine Residues in Adipose Mammary Tissue Modulates Biomarker
Expression in eralpha-positive Breast Carcinomas» en Breast Cancer Research
vol. 8 No 4, 2006.
·
3.
aavv: «La salud ambiental de
la niñez en la Argentina: evaluación de la exposición a plaguicidas
organofosforados en niños de colonos tabacaleros», Sociedad Argentina de
Pediatría (sap) / Agencia Canadiense de Desarrollo Internacional (acdi) /
Asociación Argentina de Médicos por el Medio Ambiente, 2008.
·
4.
Departamento de Pesca y
Agricultura de la fao: El estado mundial de la pesca y la acuicultura, 2008,
fao, Roma, 2009; e «Informe del 31o periodo de sesiones del Comité de Pesca.
Roma, 9-13 de junio de 2014», fao, 2015.
·
5.
Erik Vance: «Hacia una
acuicultura más sostenible. Investigación y ciencia» en Investigación y Ciencia
No 464, 6/2015.
·
6.
P. Aguirre: «Aspectos
socio-antropológicos de la obesidad en la pobreza» en M. Peña y J. Bacallao
(comp.): La obesidad en la pobreza. Un nuevo reto para la salud pública, Publicación
Científica No 576, ops-oms, Washington, dc, 2000; P. Aguirre: Estrategias de
consumo. Qué comen los argentinos que comen, Miño y Dávila, Buenos Aires, 2006;
P. Aguirre: «La comida en Buenos Aires del primero al segundo centenario» en
Susana Torrado (comp.): Población y bienestar en la Argentina del primero al
segundo centenario. Una historia social del siglo xx, Edhasa, Buenos Aires,
2010.
·
7.
C. Fischler: El (H)omnívoro.
El gusto, la cocina y el cuerpo, Anagrama, Barcelona, 1995.
·
8.
A. Giddens: La constitución
de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Amorrortu, Buenos
Aires, 1995.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 262, Marzo - Abril 2016, ISSN: 0251-3552
Por Patricia Aguirre
Nueva Sociedad, Marzo - Abril 2016
Nota: este artículo sintetiza uno de los capítulos de Una historia social de la comida (Lugares, Buenos Aires, en prensa).
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