Por siglos los campesinos de los Andes han cultivado más de tres
mil variedades de papas, pero nosotros siempre comemos las mismas. Si las papas
que se cultivan en el Perú son más ricas, más sanas y pueden salvarnos del
hambre en climas extremos.
¿Por qué sólo hablamos de papas fritas?
Julio
Hancco es un campesino de los Andes que cultiva trescientas variedades de papa,
y reconoce a cada una por su nombre: la que hace llorar a la nuera, la caquita
colorada de chancho, la cuerno de vaca, la gorro viejo remendado, la zapatilla
dura, la mano moteada de puma, la nariz de llama negra, la huevo de cerdo, la
feto de cuy, la comida de bebé para dejar de lactar. No son nombres en latín
sino nombres que eligen los campesinos para clasificar las papas por su
apariencia, su sabor, su carácter, su relación con las demás cosas.
Casi todas
las variedades de papas que Hancco produce a más de cuatro mil metros de
altura, en sus tierras del Cusco, ya tienen su nombre. Pero a veces siembra una
papa nueva o una que ha perdido su identidad con el tiempo, y El Señor de las
Papas puede nombrarla. A la puka Ambrosio —puka en quechua significa roja—, una
variedad que sólo se cultiva en sus tierras, Hancco la llamó así en homenaje a
un sobrino suyo que había muerto al caer de un puente. Ambrosio Huahuasonqo era
un campesino amable, dócil como un puré de papas, que seguía a su tío adonde
fuera y que conquistaba a la gente haciendo bromas. Dicen que su apellido
quechua definía su carácter: Huahuasonqo significa «corazón de niño». Después
de su muerte, Hancco eligió su nombre griego para darle un destino: Ambrosio
significa ‘inmortal’. La papa que lleva su nombre es alargada, suave,
ligeramente dulce, con una pulpa amarillo claro y un anillo rojo en el centro.
Es una de las favoritas de Hancco, un campesino que solo habla quechua y tiene
un nombre latino: Julio significa «de fuertes raíces». Una tarde de primavera
de 2014, en su casa, días después de la siembra, Julio Hancco levanta una mano
tan grande y rugosa como la corteza de un árbol, y señala un plato sobre la
mesa.
—Como
hijo —dice—. Como hijo, es papa.
Adentro
de la casa de Hancco —un cuarto de piedra sin ventanas con una mesa vieja y un
fogón—, está tan oscuro que no se alcanza a ver si lo dice sonriendo o con un
gesto de solemnidad. Su esposa, sentada sobre un banquito en un piso de tierra,
revuelve un caldo en el fogón. Sobre la mesa del comedor se enfría un puñado de
papas puka Ambrosio. Son deliciosas, pero la gran mayoría de los peruanos nunca
llegará a probarlas. Sabemos que la papa nació en el Perú, y que los
agricultores de los Andes cultivan más de tres mil variedades, pero no sabemos
casi nada sobre ellas. Sabemos dónde se fabrica un IPhone, cuál es el hombre
más rico del mundo, de qué color es la superficie de Marte, cómo se llama el hijo
de Messi, pero no sabemos casi nada de los alimentos que comemos a diario. Si
es cierto que somos lo que comemos, la mayoría no sabemos quiénes somos.
Quienes van a cualquier mercado en Perú su mayor dilema es elegir entre papas
blancas o papas amarillas. Pueden reconocer las papas Huayro —marrón con tonos
morados, especial para comer con salsas—, juntarse con amigos alrededor de
‘papas cocktail’ —del tamaño de unos champiñones— o sentirse más patriotas si
compran una bolsa de papas nativas —producidas a más de tres mil quinientos
metros de altura—. Pero, como todos, son ciudadanos del mundo de la papa frita:
en el Perú de 2014, el país donde más variedades de papas se producen en el
mundo, se importaron veinticuatro mil toneladas de papas precocidas: las que
usan los fast foods para hacer papas fritas.
***
Cuando
mira hacia el cerro nevado frente a su casa, Julio Hancco detiene su mirada
como lo hacen algunos en la ciudad cuando pasan frente a una Iglesia: como si
se persignaran hacia adentro, con una reverencia imperceptible. Hancco es un
agricultor de sesenta y dos años que ha sido llamado custodio del conocimiento,
guardián de la biodiversidad, productor estrella. Fue premiado con el Ají de
Plata en el festival gastronómico Mistura, y ha recibido a investigadores de
Italia, Japón, Francia, Bélgica, Rusia, Estados Unidos, y a productores de
Bolivia y Ecuador que han viajado hasta sus tierras en la comunidad campesina
Pampacorral, para saber cómo consigue producir tantas variedades de papa.
Hancco vive a cuatro mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a los pies
del cerro nevado Sawasiray, en un paisaje de suelos amarillos, colinas áridas y
rocas gigantes adonde pueden llegar unos ingenieros europeos pero no llegan ni
los automóviles ni la luz eléctrica. Para ir hasta su casa hay que bajarse en
la ruta y subir casi un kilómetro a pie por una ladera empinada, algo que
cualquier forastero describiría como subir una montaña. Quienes viajan a verlo
desde una ciudad se demoran, jadean y se marean por la falta de oxígeno. Allí
arriba la sangre corre más lento y el viento es más violento. En verano, el
agua de deshielo se enfría tanto que es doloroso lavarse la cara. En invierno
el frío llega a diez grados bajo cero, una temperatura que puede congelar la piel
en una hora. Para conseguir leña, Hancco tiene que andar unos cinco kilómetros
hasta un sitio donde pueden crecer los árboles, cortar los troncos y llevarlos
a su casa a caballo. Para conseguir gas tiene que bajar hasta el camino
asfaltado y tomar una camioneta combi que lo lleve hasta Lares, el pueblo más
cercano, a más de veinte kilómetros, donde a veces también compra pan, arroz,
verduras y frutas, todo lo que no puede producir en sus tierras. Lo único que
florece a esa altura, en las tierras que heredó de sus padres, es la papa.
La papa
es el primer vegetal que la NASA cultivó en el espacio por su capacidad para
adaptarse a distintos ambientes. Es el cultivo no cereal más importante y más
extendido en el mundo. La planta que produce mayor cantidad de alimento por
hectárea que cualquier otro cultivo. El tesoro-enterrado-de-los-Andes que salvó
del hambre a Europa. El alimento principal de las tropas de Napoleón. La base
de la tortilla española, los ñoquis italianos, los knishes judíos, el puré
francés, el primitivo vodka ruso. El manjar que en el siglo XIX Thommas
Jeferson servía frito, cortado en bastones, a sus invitados en la Casa Blanca.
La raíz de la flor morada que María Antonieta lucía en el cabello para pasear
por los jardines de Versalles. El vegetal que tiene dedicados tres museos en
Alemania, dos en Bélgica, dos en Canadá, dos en los Estados Unidos y uno en
Dinamarca. El tubérculo que inspiró una de las odas de Pablo Neruda —«Universal
delicia, no esperabas mi canto/porque eres ciega sorda y enterrada»—, una
canción de James Brown —♫ «Aquí estoy de regreso/haciendo puré de
papas» ♪—, dos pinturas de Van Gogh —en uno
de ellos, que se llama LOS COMEDORES DE PAPA, cinco campesinos comen papas
alrededor de una mesa cuadrada—. El
origen de miles de semillas que se guardan junto a otras miles de especies bajo
la tierra, en una montaña del ártico noruego, para proteger la riqueza de la
papa de futuros desastres naturales. El cultivo que Julio Hancco trata como un
hijo, pero que sus hijos menores no quieren seguir produciendo para evitar una
vida de sacrificios a cambio de la subsistencia. Hancco dice que prefiere
quedarse solo y que sus siete hijos vivan en la ciudad, donde pueden conseguir
trabajos más livianos y mejor pagados.
Si
tuviese la edad de Hernán, su segundo hijo, de 29 años, que ahora hace de
traductor a su lado, El señor de las papas bromea que se buscaría una novia
extranjera y se marcharía a otro país.
***
Una
madrugada hace quince años, Julio Hancco despertó a su hijo Hernán y le dijo
que debía cargar una piedra del tamaño de una pelota de fútbol desde su casa
hasta el puerto de Calca, a una hora y media de caminata en dirección al sur.
Hernán Hancco, su segundo hijo, tenía entonces trece años y lo acompañaba por
primera vez a vender papas en esa ciudad, el centro comercial más importante de
la región. Para llegar a Calca a las siete de la mañana tenían que salir a las
tres y caminar cuatro horas, y el bautismo de Hernán Hancco consistía en cargar
aquella piedra enorme hasta mitad de camino. Era una prueba de resistencia y
aceptación que los productores de aquella zona repetían con sus hijos. Una
tradición que ya no se sigue, me dirá después Hernán Hancco, mientras vende el
último paquete de Sumaj chips —unas papas fritas hechas con papas nativas— en
una feria de productos orgánicos que se hace los domingos en Lima. El segundo
hijo de Julio Hancco se mudó a la capital del Perú hace casi una década, cuando
tenía veinte años, apenas terminó la secundaria. Llegó a Lima con cuatrocientos
soles en el bolsillo —unos ciento treinta dólares—y la decisión de estudiar
contabilidad e inglés. Nunca pudo completar sus estudios porque el trabajo le
consumía casi todo su tiempo, pero se convirtió en una ayuda fundamental para
vender las papas que producía su familia en la capital del Perú. Con Hernán
Hancco en Lima, su padre, su madre y su hermano mayor Alberto, se evitan la
comisión que les cobran los intermediarios, y sólo pagan el transporte de las
papas. Aún así, la ganancia es mínima. Pero es peor para los campesinos que no
tienen quien los ayude.
—Por
eso algunos productores están dejando de hacer papa —dice—, y se van a hacer
turismo.
Hacer
turismo, me explica Hernán Hancco, es ofrecerse como burros de carga de los
extranjeros que vienen al Cusco para recorrer el camino del Inca. Durante los
tres o cuatro días de caminata que dura el trayecto para subir a pie al Machu
Picchu, los campesinos cargan las mochilas y los bultos de los turistas, así
los extranjeros pueden subir más cómodos. Por cuatro días de caminata cargando
equipajes pueden recibir una paga de doscientos soles, más otros doscientos
soles de propina. Unos ciento treinta dólares en total. Por una bolsa con doce
kilos de papas nativas suelen ganar veinte soles. Unos seis dólares y medio.
—Y acá
es trabajar todo el día, todos los días— dice.
***
Los
hoyuelos que tienen las papas se llaman ojos, pero nunca miramos los ojos de
las papas. Las papas tienen cejas encima de los ojos. Tienen ombligo, manchas
en la piel, cuerpos de forma redonda, comprimida, oblonga, elíptica, alargada.
La papa más popular en el norte de Tenerife, España, es la ‘bonita de ojos
rosados’. La papa Cacho Negro, de Chile, tiene abundantes ojos profundos y unas
cejas aplastadas. La papa Ásterix, de Holanda, tiene la piel roja, la carne
amarilla y los ojos superficiales. Los catálogos describen las papas del mundo
por sus rasgos como de persona, pero alguna vez fueron una especie salvaje,
amarga, intragable. Hoy es la civilizada solanum tuberosum. Al igual que el
tomate, la berenjena o los ajíes, pertenece a la familia de las solanáceas,
llamadas así porque sus hojas, tallo, frutos y brotes tienen solanina, una
sustancia tóxica para protegerse de enfermedades, insectos y otros
depredadores. Si bien a dosis elevadas la solanina puede matar a una persona,
no hay noticias sobre papas asesinas. El ser humano domesticó la papa hace más
de ocho mil años en la cordillera de los Andes, cuando la Tierra salía de la
Edad del Hielo y el homo sapiens andaba por ahí ensayando la agricultura, su nuevo
invento para conseguir alimentos. Los habitantes del altiplano peruano fueron
los primeros que aprendieron a manipular las papas para que no fueran tóxicas y
para hacer las más grandes y jugosas. La papa les devolvió la gentileza
conquistando el mundo.
Una
tarde el escritor Michael Pollan estaba en su jardín sembrando una papa que
había comprado por catálogo, y se preguntó si realmente él había elegido a esa
papa, o si la papa lo había seducido para que la sembrara. Pollan, el autor que
ha cambiado la forma en que vemos nuestra relación con la comida, cree que ‘la
invención de la agricultura’ puede ser pensada como una manera que encontraron
las plantas para hacer que nosotros nos movamos y pensemos por ellas. Desde el
punto de vista de las plantas, escribe Pollan en LA BOTÁNICA DEL DESEO, el ser
humano podría ser pensado como un instrumento de su estrategia de
supervivencia, no muy distinto del abejorro que es atraído por una flor y tiene
la función de diseminar el polen con los genes de esa flor.
***
Esta
mañana de invierno de 2014 en las tierras de Hancco, delante de una pila de
guano de llama, es más justo pensar en los agricultores andinos como socios de
la papa, y no como sus domesticadores. Ahora, a las 7.30 de un sábado, Hancco,
sus dos hijos mayores, y su vecino Julián Juárez, mastican hojas de coca y
toman aguardiente antes de empezar la tarea del día: llevar guano de llama
hasta una parcela sembrada con papas, a casi un kilómetro allí, para abonar la
tierra. Las llamas que esperan a nuestro lado ya conocen la rutina. Los hombres
toman sus palas y cargan el abono en unos sacos que les llegan hasta la
cintura. Llenan treinta y nueve sacos, los cosen para que no se abran, amarran
cada saco sobre el lomo de una llama, llevan los animales hasta la parcela,
desatan los costales, esparcen el guano, doblan los sacos, recogen las sogas,
envían las llamas de regreso hasta la pila de guano, y vuelven al punto de
partida para repetir la rutina.
Hacen
falta dos viajes para que cuatro hombres, dos mujeres, tres perros y cuarenta
llamas lleguen a abonar dos hectáreas en seis horas de trabajo. Cuando la
procesión de llamas cargadas con abono avanza por la montaña escoltada por los
agricultores, un piensa en una escena bíblica, una de esas imágenes de las
viejas películas de Semana Santa. Es un recuerdo doblemente falso: no hay
llamas ni papas en la Biblia (por este motivo, cuando Catalina la Grande de
Rusia ordenó a sus súbditos que cultivaran la papa, los católicos más ortodoxos
se negaron a hacerlo). Pero el conocimiento alienta la herejía: después de ver
cómo cuatro agricultores abonan un pedazo de tierra sembrado con papas durante
seis horas, uno siente que debería ponerse de rodillas cada vez que mastica
una.
***
Julio
Hancco desciende de varias generaciones de Hanccos que habitaron en esta zona
del Cusco «casi desde el principio del mundo». De sus padres heredó las
tierras, los animales, y más de sesenta variedades de papas. En los últimos
quince años, Hancco multiplicó la herencia y llegó a producir trescientas variedades.
Su decisión de rescatar y cultivar más variedades fue un ejercicio de destreza.
Como casi todos los campesinos en los Andes, sus tierras productivas son una
suma de pedazos irregulares esparcidos a distinta altura. La maestría de los
agricultores altoandinos se atribuye a esta dificultad: en un territorio
gobernado por las pendientes, cada rincón cultivable recibe su cuota de sol y
de humedad y de viento. La tierra que expuesta a la luz en una ladera, del otro
lado permanece en la sombra. Una roca gigante impide el paso de lluvia a una
franja cultivable, pero protege del viento a otra. Para sobrevivir en este
territorio, los campesinos tuvieron que multiplicar sus chances de alimentarse.
Sembraron
distintas papas por cada pedazo de tierra, se entrenaron en la observación
minuciosa de cada planta, probaron y crearon miles de variedades, y se
volvieron los reyes de la riqueza genética en tierras hostiles. Fue una forma
de conjurar el futuro: más papas significaba más posibilidades de asegurar la comida
frente a las plagas y las enfermedades, las heladas, el granizo y las sequías.
En vez de tratar de controlar la naturaleza, que es lo que hace nuestra
agricultura industrial, los campesinos de los Andes se adaptaron a ella.
—La
naturaleza no tiene cura—, dice Hancco, mientras mira hacia el nevado Sawasiray
y se agacha para recoger del suelo un manojo de tierra. Acaba de vaciar el
último saco de guano sobre el suelo sembrado, una franja cubierta por un musgo
verde que se hunde al presionar con la mano. Es una franja de tierra en
pendiente, en medio de una ladera, sin ninguna protección natural. Hancco puede
usar sus técnicas de cultivo y pesticidas naturales para las enfermedades y las
plagas, pero no tiene forma de resguardar sus papas del granizo ni de las
heladas. En los últimos tiempos es peor, dice: el clima se ha vuelto más
caprichoso e impredecible.
***
En los
años sesenta, cuando Julio Hancco era niño y empezaba a cultivar papas junto a
su padre, su vicio era el pan: el niño Hancco trabajaba sus propios surcos de
tierra para juntar dinero y poder comprar sus bolsas de pan cuando los
vendedores pasaban a ofrecer sus mercancías. Un peruano en esa época consumía
en promedio unos ciento veinte kilos de papa al año. En las décadas siguientes
el consumo bajó, y la caída se aceleró en los ochenta, cuando los campesinos
empezaron a migrar a la ciudad para escapar del terrorismo. Para los noventa,
durante la presidencia de Alberto Fujimori, el consumo de papa había llegado a
un piso histórico: unos cincuenta kilos al año por persona. Esas papas que se
esfumaron, me explicará después la ingeniera papera Celfia Obregón Ramírez,
fueron reemplazas por alimentos como el arroz y los fideos.
—Como
el tallarín tiene más estatus, y una pata de pollo es más estatus que comer
cuy, la gente empezó a esconder sus papas —dice Obregón, presidenta de la
Asociación para el Desarrollo Sostenible (ADERS) del Perú y promotora del Día
Nacional de la Papa.
Frente
al arroz blanco, el tallarín amarillo y el pollo pálido, las papas con sus
pieles oscuras renovaban el estigma de atraso y pobreza que han tenido durante
siglos, desde que fueron descubiertas por los conquistadores y llegaron a
Europa en el siglo dieciséis, se supone que en la bodega de un barco español.
Harían falta unos doscientos años para la papa fuese consumida como un alimento
habitual en todo el Viejo Continente. En cada país europeo tuvo su historia de
rechazo y seducción: la papa fue considerada impúdica y afrodisíaca, causante
de lepra, alimento de brujas, sacrílega y comida de salvajes. Pero Irlanda no
dudó en adoptarla desde el comienzo: los campesinos de aquel país, despojados
por los ingleses de las pocas tierras cultivables que tenían, se morían de
hambre intentando extraer alimentos de unas tierras miserables. Cuando la papa
llegó a ese país a finales del siglo dieciséis —se supone que de la mano del
cosario inglés Walter Raleigh—, los irlandeses descubrieron que con un poco de
tierra casi inservible podían producir alimento para toda una familia y su
ganado. Al principio la papa salvó a Irlanda del hambre. Después se la acusó de
la pobreza de aquel país: en un siglo, la población creció de tres a ocho
millones, porque los padres podían alimentar a sus hijos con lo poco que
tenían.
El
escritor estadounidense Charles Mann cuenta que el economista Adam Smith, que
era un admirador de la papa, se impresionaba al ver que los irlandeses tenían
una salud excepcional pese a que casi no comían más que papas. «Hoy sabemos por
qué —dice Mann en su libro 1493. UNA NUEVA HISTORIA DEL MUNDO DESPUÉS DE
COLÓN—: la papa es capaz de sostener la vida mejor que cualquier otro alimento
si es el único en la dieta. Contiene todos los nutrientes básicos excepto las
vitaminas A y D, que pueden obtenerse de la leche». Y la dieta de los irlandeses
pobres en los tiempos de Adam Smith, explica Mann, consistía básicamente en
papa y leche. La papa que hoy se cultiva en más de ciento cincuenta países
produce mayor cantidad de alimentos por unidad de superficie que el arroz o el
maíz. Una sola papa contiene la mitad de vitamina C que necesita un adulto por
día. En algunos países como en los Estados Unidos, ofrece incluso más vitamina
C que los cítricos, que son industriales y de mala calidad. Lo que importa de
un alimento, me explica la ingeniera agrónoma Obregón Ramírez, es la materia
seca y su valor nutricional: una papa blanca común, por ejemplo, tiene en
promedio 20 por ciento de materia seca y el resto es agua.
Eso
quiere decir que, de una papa que pesa 100 gramos, unos 20 gramos son alimento.
Las papas nativas, que se cultivan a mayor altura y en condiciones de clima más
extremas que las variedades comerciales, tienen entre un treinta y un cuarenta
por ciento de materia seca. Alimentan más del doble que una papa común, y
tienen cantidades relevantes de hierro y zinc y vitamina B. Pero, por supuesto,
las papas nativas tienen menor rendimiento, son más difíciles de transportar, y
su precio final es más caro. Nosotros aún creemos el mito falso de que las
papas engordan, y no comprendemos por qué deberíamos pagar más por una papa,
aunque sea de color o tenga una forma exótica, si una papa es una papa es una
papa.
***
Los
estudios sobre la papa peruana insisten, como si repitieran una fórmula, en la
necesidad de proteger sus miles de variedades y sus técnicas de cultivo por una
razón evidente: fueron creadas por los campesinos durante siglos para asegurar
la comida en las condiciones más extremas de clima, para resistir heladas,
granizos y sequías. Eso es lo que se espera del mundo con el cambio climático:
hambre y condiciones extremas. Pero hay una razón más egoísta para querer
cuidarlas: porque son ricas. A diferencia de la producción de papas comerciales
a gran escala, los campesinos de los Andes cultivan sus papas pensando en
comerlas, en alimentar primero a sus familias y vender el resto. El chef
neoyorkino Dan Barber, quien se convirtió en una voz internacional del
movimiento «de la granja a la mesa», suele decir que sin buenos ingredientes no
es posible hacer buena cocina. No importa cuál sea la técnica de un cocinero:
quien busca mejor sabor, busca lo mejores ingredientes. «Y si ese es el caso
—dice Barber—, lo que buscas es buena agricultura». En el Perú, un país que ha
convertido su gastronomía en un asunto de autoestima y de bandera, más del setenta
por ciento de lo que se come en las mesas —sus frutas y hortalizas, sus
cereales, sus tubérculos y sus leguminosas—, son producidos por pequeños
agricultores.
El boom
de la gastronomía peruana que ha invadido de orgullo los discursos políticos
durante la última década, es el boom de los ingredientes de la gastronomía
peruana. Pero el Gobierno transforma el boom en fuegos de artificio: en el
presupuesto nacional aprobado para el 2015, la Pequeña Agricultura sólo tiene
asignado un 2,3 por ciento de los fondos, el porcentaje de inversión más bajo
para ese sector desde 2010. El estudio EL SECTOR PAPA EN LA REGIÓN ANDINA, del
Centro Internacional de la Papa, cosecha esta paradoja: los productores de las
zonas de mayor altura, que son los que más riqueza de variedades poseen, son
también los de mayor pobreza.
***
La
verdadera patria de un hombre no es la infancia: es la comida de la infancia.
Un domingo a las siete de la mañana, antes de empezar el día de trabajo, la
esposa de Julio Hancco nos sirve estos alimentos en el desayuno: arroz con
leche, pan con huevo frito, papas de su cosecha, costillas de alpaca y sopa de
chuño —unas papas amargas deshidratadas a la intemperie— con un poco de carne
de oveja. Julio Hancco y sus hijos Hernán y Wilfredo, quienes deben trabajar la
tierra durante todo el día, repiten dos veces la sopa. Hancco señala los
platos, me mira, y vuelve a hablar en español:
—Carne
natural es. Papa natural. Agua natural. Todo natural es.
Hancco
bromea diciendo que, si fuese más joven, se iría a vivir a la ciudad o a otro
país. Pero si le preguntan en serio dice que no: que no dejaría a sus animales.
Pero además —dice— en sus tierras al menos come lo que quiere. Allí come papas
y come chancho, llama, alpaca, cuy, conejo. En la ciudad, en cambio, todo es
fideo, arroz, galletas.
—Eso no
es alimento. Mucho químico— dice en quechua, mientras su hijo Hernán lo
traduce.
El
Señor de las Papas estuvo dos veces en Italia. Fue invitado por Slow Food, un
movimiento internacional que se opone a la comida industrial y los sabores
artificiales, y busca recuperar el gusto y la producción tradicional de
alimentos. Con el apoyo de la Asociación Nacional de Productores Agroecológicos
(ANPE) del Perú y de Slow Food, que organiza cada dos años el Salón del Gusto,
Hancco y sus hijos pudieron freír y empaquetar cientos de bolsas con snacks de
papas nativas para vender en Italia. Sus técnicas de cultivo, las mismas que
los agricultores andinos han mantenido durante siglos y que Hancco perfeccionó
para producir sus variedades de papa, ahora eran reconocidas como sistemas de
producción agroecológicos. Julio Hancco no llama a sus semillas ‘baluarte de
agrobiodiversidad’, pero cada vez que participó de un evento en el Perú pudo
escuchar que su trabajo era importante para todos. En los últimos quince años,
Hancco y los productores de la región han recibido el apoyo de organizaciones
no gubernamentales para producir y vender sus papas, para obtener agua, para
adaptarse a los efectos del Cambio Climático y para diseñar normas que favorezcan
la agricultura familiar. Julio Hancco ha cosechado reconocimientos, algunas
notas de prensa que cuelgan en el cuarto de sus hijos, muchas visitas de
extranjeros, una foto con Gastón Acurio, pero no ha cosechado medidas reales
del gobierno peruano. Nada ha cambiado demasiado en sus condiciones de trabajo,
ni en la de otros miles productores que, como él, son admirados en el mundo por
su trabajo. De su viaje a Italia, El Señor de la Papas recuerda que le gustaron
el salmón, y el avión.
Crónica
realizada con el apoyo de Oxfam
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