Cierta vez un colega me dijo, al resguardo
de un vino, que hasta que el pájaro levanta vuelo, todos somos impotentes.
Tesis arriesgada, de las que el vino promueve, el problema consistía en pensar
la no erección como impotencia. ¿Qué decir -le pregunté- del dios Príapo? La
ciencia médica se valió del mito para describir una “erección dolorosa que
impide el goce sexual.”i Y abundaban los impotentes a los que se les para. Sin
saber si se trata de una inhibición, de un síntoma o de una desfalleciente
objeción al sino que nos mueve, poco importaba esa noche de bar y confidencias,
acordamos que el tema era complejo.
En el caso que nos
ocupa ocurre del siguiente modo, según relato del analista: pasadas algunas
sesiones piensa que está enamorado, que el paciente está enamorado de la mujer
con la que sufre impotencia y ésa es la causa del padecer. Un obstáculo se
interpone para avanzar en el tratamiento: remiso a dejarse llevar por las
ocurrencias, espera curarse por arte de magia. Ante esto, el terapeuta decide
ser directivo y se impone llevar a cabo un trabajo, que titula “el amor como
inhibición” siguiendo al Freud de “Sobre una degradación general de la vida
erótica”, pero desoyéndolo cuando aseveraii que la técnica psicoanalítica
“consiste simplemente en no intentar retener especialmente nada y acogerlo todo
con una igual atención flotante… en
cuanto esforzamos voluntariamente la atención con una cierta intensidad
comenzamos también, sin quererlo, a seleccionar el material que se nos ofrece:
nos fijamos especialmente en un elemento determinado y eliminamos en cambio
otro, siguiendo en esta selección nuestras esperanzas o nuestras tendencias. Y
esto es precisamente lo que más debemos evitar... corremos el peligro de no
descubrir jamás, sino lo que ya sabemos. No debemos olvidar que en la mayoría
de los análisis oímos del enfermo cosas cuya significación sólo a
posteriori descubrimos… El principio de acogerlo todo con
igual atención equilibrada es la contrapartida necesaria de la regla que
imponemos al analizado, exigiéndole que nos comunique, sin crítica, ni
selección alguna, todo lo que se le vaya ocurriendo. Si el médico se conduce
diferentemente, anulará casi por completo los resultados positivos obtenidos
con la observación de la «regla fundamental psicoanalítica» por parte del
paciente.” Me detuve en esta cita porque destaca una doble dificultad en el
análisis que nos ocupa: amparado en la esperanza mágica de curación, el
paciente es remiso a asociar libremente, en tanto el terapeuta, en pos de
confirmar lo que ya sabe, impone trabajosamente una dirección. Doble dificultad
resistencial que potencia sus efectos: al sumar la suya a la del paciente el
terapeuta subraya, como veremos, la expectativa mágica de curación.
Según consigna el terapeuta, señala el
camino preguntando si estuvo enamorado de otras mujeres, incluida la que fuera
su esposa -está separado hace años-, con las que no tuvo problemas de erección.
El paciente vacila. María estaba fuerte, muy buena, dice. Se la levantó en un
baile de Unidos de Pompeya, dieron lustre a la noche, luego “noche y día”,
ignorantes de Cole Porter; siguieron así hasta que los padres de ella tomaron
cartas en el asunto y al imperio del deber ser, se casaron. Tiempo después
llegó la crisis, en el país, en el matrimonio -lo dice en esta secuencia- y
todo se pudrió. El cambio en ella fue ostensible: consiguió trabajo, empezó a
arreglarse más, a llegar más tarde y a acusarlo de vago e inútil. Sumando los
términos de la ecuación llegó al resultado previsible: había otro. Terminó en
una pensión, vendiendo por la calle medias que compraba en La Saladaiii. Con
Estela, su relación no consumada, fue diferente: tres meses viajando en el
mismo colectivo rumbo al laburo intercambiando miradas tímidas, quizá furtivas,
luego saludos esbozados en leve inclinación de cabeza y palabras que querían
ser conversaciones. Hasta que se animó y en medio de los pasajeros le dijo de
salir; ella, apoyando la cabeza en su hombro… (la furtiva, embozada timidez era
sólo de él) le pidió un beso. “¡Ahí me mató!” concluye, ignorando que alimenta
el regocijo del analista, quien no lo consigna, pero ella lo mató amorosamente
y por lo tanto el pene muerto…
El analista le dice, taxativo, que con
Estela vive su primera experiencia de amor y que el amor es un obstáculo porque
siente que las mujeres que se ama no se pueden coger. Continúa imponiendo esa
dirección durante sesiones, hasta que el paciente se da por vencido y se cura.
Un día llega dando hurras. “Parece magia, doc”, concluye sin concluir, porque
algo después pide una sesión extra, viene y dice que no sólo volvió a ser el de
antes con el asunto de la erección, además, luego de hablar con ella de bueyes
perdidos se le dio por pegarle y casi la mata. No era momento para ser otra vez
un buey perdido.
Poco después las cosas se apaciguan y el
paciente anuncia el fin del tratamiento. El analista objeta que no han resuelto
lo del episodio de violencia. No lo expresa, pero tal vez se haya percatado -a
contrapelo de la tesis del amor inhibido-, del riesgo de que “matar a la mujer”,
manera entre fanfarrona y sádica de entender el coito, de paso a “la maté
porque era mía”, antes que sea de otro. Quizá el tono de voz delata una
preocupada consternación por el porvenir de esta historia, quizá dice estoy
preocupado, consternado, y el paciente lo cancherea: “quédese tranquilo, doc,
que con la ayuda de Dios eso no va a ocurrir.”
Si en la clínica psicoanalítica es
imprescindible curso al par asociación libre/atención flotante, cuando luego
tendemos a la teoría producimos una concepción generalizadora que debemos poner
en suspenso al emprender un nuevo análisis, en un vaivén sin clausura. Dicho
esto, paso a establecer algunas puntuaciones relativas al momento especulativo.
Me detendré en lo que entiendo una clave, brindada por un niño que a los cinco
o seis años interpela al padre, médico, diciéndole que el pito se le pone duro
y quiere saber por qué.
Desacomodado, decide valerse de su
condición de médico y se embarca en una explicación sobre los cuerpos
cavernosos, que son como esponjitas que se llenan de sangre y si una valvulita
impide que esa sangre fluya en retorno -fabula el padre al borde del Borda- se
pone duro… el pirulín. “¿Entendiste?” le pregunta, exhausto, a lo que el hijo
responde: “sí papá… lo que yo quiero saber es por qué me pongo tan contento.”
Efectivamente, ésa es la cuestión. Si uno se pone contento, eróticamente
hablando, el obsceno pájaro de la nocheiv despliega sus alas, con lo que la
cuestión no es cómo hago para que se me pare, sino que la imposición de estar
erecto, firme como soldado que se cuadra, ahuyenta el goce. Con lo cual se
llega a que la pregunta por la potencia esconde, como siempre al haber un
síntoma, el sino de la cuestión: el tema de la potencia es síntoma si está
ganado por la obsesión de ser hombre (e)recto, occidental y cristiano; la
obsesión es refractaria a la contentura, como diría el niño.
Analista y paciente
califican la impotencia como inhibición, como restricción funcional; también
Freud, en lo relativo a lo sexual refiere el concepto amplio de impotencia
psíquica. No obstante, las inhibiciones neuróticas ponen al descubierto la
trama sintomática que las sustenta. Encuentro el sino del síntoma en el
procedimiento, típicamente obsesivo, que confunde la llave de entrada al
paraíso con el paraíso mismo mediante un desplazamiento de la evitada
distensión del goce, petite mort según
los franceses, hacia el órgano ejecutor, que en la doble cara del síntoma
resulta muerto en flaccidez: tanto se lo sufre en impotencia como asegura
contra el goce devastador. Esto apoyado en el afán de que el pene erecto tenga
la potencia del afanoso dinero pero, mal que pesen los gastos en prostitución,
no hay quien parcele el paraíso para la venta.
Al decir de Proust -entiendo aquí el
meollo de estas consideraciones-, los únicos verdaderos paraísos son los
paraísos perdidos. La impotencia, precio pagado a la ilusión de recuperar el
vano paraíso. Dios mediante.
Notas
1. Con César Hazaki escribimos y actuamos una obra de teatro,
Pena Maleva, que cuenta las desventuras de un taura del arrabal con priapismo
que no consigue -según el punto de vista del colega- la impotencia necesaria
para vivir tranquilo.
2. Freud, Sigmund
(1912), “Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico”, Obras
completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972.
3. Historia para la envidia de los autores de Pena Maleva.
4. Según el título de una excelente novela de José Donoso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario