Jueves
El bioanalista ajustó el microscopio
y la gota de sangre se hizo nítida. Parásitos con cola se movían fuera de los
glóbulos rojos. Volvió a girar el ocular. Los parásitos tenían forma de C. No
esperaba ese resultado. La prueba buscaba confirmar malaria pero aquella sangre
estaba infectada con Trypanosoma cruzi. La paciente
tenía Enfermedad de Chagas. Era una niña de nueve años y vivía en Chacao. El
bioanalista no había escuchado de contagios en el corazón urbanizado de
Caracas.
El chipo infectado con Trypanosoma
cruzitransmite la Enfermedad de Chagas. Pica y deja heces llenas de
parásitos. Cuando la persona se rasca, el parásito penetra la piel, llega a la
sangre y viaja hasta el corazón. Una segunda posibilidad de contagio es menos
común pero más agresiva: ingerir alimentos o bebidas contaminadas con las heces
del chipo infectado.
El bioanalista conocía bien al
parásito. Lo había estudiado en el curso de Parasitología del Instituto de
Medicina Tropical (IMT) de la Universidad Central de Venezuela. Lo había visto
muchas veces en el laboratorio del Hospital Universitario de Caracas. Por eso
sabía que estaba frente a una emergencia. Buscó al pediatra y le preguntó si la
paciente tenía picadura de chipo. La niña había llegado a consulta después de
varios días con fiebre alta. Era diciembre de 2007. Tenía la cara hinchada y no
podía levantarse de la cama. Si atravesaba la fase aguda de la enfermedad y no
había rastro de contacto con un chipo, probablemente habría otros casos.
Necesitaban ayuda.
La Enfermedad de Chagas afecta a
siete millones de personas en el mundo. Ocasiona cardiopatías en tres de cada
diez pacientes, calcula laOrganización Mundial de la Salud (OMS). A veces ataca el esófago y el colon; en
oportunidades deteriora las funciones neurológicas. Estigmatizada por su
relación con la pobreza, es una enfermedad tropical olvidada según la OMS. Si
el parásito había llegado al corazón de la niña, corría el riesgo de morir.
El pediatra y el bioanalista salieron
del Hospital Universitario, caminaron una cuadra dentro de la UCV y entregaron
los resultados en el IMT.
–Vi un Trypanosoma.
Tenemos Chagas en Chacao –dijo el bioanalista.
La doctora Belkisyoslé de Noya se
puso los lentes y leyó los exámenes. Dirigía la Sección de Inmunología, el
laboratorio especializado en diagnosticar Chagas. Comenzó a estudiar Medicina
en la UCV a los 16 años, a finales de los sesenta. Recién graduada de médico,
se marchó a Nueva Orleans para estudiar Parasitología Médica en la Universidad
de Tulane, becada por el Consejo Nacional para Investigaciones Científicas y
Tecnológicas de Venezuela. En 1980 comenzó a dar clases en el IMT. Dirige el
instituto desde 2016.
Noya quedó fascinada con los
parásitos desde el pregrado, cuando fue alumna del doctor Félix Pifano en la
Cátedra de Medicina Tropical. Pifano fundó el IMT en 1947, después de
sobrevolar la Ciudad Universitaria con Rómulo Betancourt para escoger la
ubicación del Instituto. Pidió que lo construyeran al lado del Jardín Botánico
de Caracas.
Tres endemias aquejaban a los
venezolanos a mediados de los cuarenta: la malaria, la anquilostomiasis y el
Chagas. El mosquito Anopheles transmitía la malaria.
Las larvas del parásito Necator americanus entraban al
cuerpo por la planta de los pies y llenaban la barriga de gusanos
(anquilostomos). Las picaduras de chipos propagaban el Chagas. Pifano participó
en la campaña que dirigió el doctor Arnoldo Gabaldón para erradicarlas.
Rociaron DDT y mataron al Anopheles, difundieron mensajes para
que los venezolanos usaran zapatos y combatieron el uso de la palma y el
bahareque para construir viviendas. Eran el hospedaje soñado para los chipos.
Pifano se encargó del estado Yaracuy, donde había trabajado como médico rural.
Gracias a esta política, Venezuela se convirtió en el primer país en deshacerse
de la malaria.
Durante los 43 años que Pifano dirigió
el IMT, crió y estudió al Rhodnius prolixus, el chipo más común
al norte de Suramérica, huésped de la palma y el bahareque. Desde hace más de
70 años, el instituto ha liderado el diagnóstico, tratamiento, prevención e
investigación de las enfermedades tropicales en Venezuela.
Viernes
Noya se reunió con la mamá y la
abuela de la paciente con Chagas. Le contaron que la niña tenía un perro. La
doctora pensó que quizás la mascota portaba el parásito. El lunes le tomarían
una muestra. En Caracas predominaba el Panstrongylus geniculatus, un chipo que
se adaptó a la ciudad y ya no buscaba palma ni bahareque, sino focos de luz
como bombillos, pantallas de televisores o computadoras. Se alojaba en perros,
gatos y ratas.
La mamá y la abuela de la paciente
agradecieron las explicaciones de la doctora. Estaban convencidas de que todo
saldría bien. Mientras Noya las despedía en la puerta del consultorio, la
abuela comentó que esa mañana se había topado con una maestra de la Escuela
Municipal Andrés Bello de Chacao, donde estudiaba su nieta. También estaba en
el hospital. Tenía fiebre y la cara hinchada. Dijo que otras colegas tenían los
mismos síntomas. Noya entró en alerta. No estaban frente a un caso aislado.
Debían encontrar a todos los infectados antes de que fuera demasiado tarde.
El Instituto de Medicina Tropical fue fundado en 1947 en
la Ciudad Universitaria de Caracas.
Los médicos del Instituto de Medicina Tropical investigan
nuevos métodos de diagnóstico.
La doctora Belkisyoslé Noya da clases en la consulta con
los pacientes. Dirige el Instituto de Medicina Tropical desde 2016.
Isía se contagió en Chacao con la Enfermedad de Chagas
cuando tenía 5 años.
Las muestras de pacientes con enfermedades tropicales se
almacenan en los laboratorios del instituto.
La doctora fue al Hospital Universitario
y confirmó que la maestra estaba infectada con Trypanosoma cruzi.
Al igual que la niña, tampoco tenía picaduras. Noya llamó a la escuela y habló
con la directora Graciela Borrero. Después de trabajar 20 años como profesora
de Educación Física, aquel era su primer año al frente de la escuela. Noya le
explicó que dos miembros de la comunidad escolar tenían Enfermedad de Chagas.
Le dijo que el único denominador común entre las pacientes era la escuela.
Borrero confirmó que varios estudiantes faltaron a clases la semana anterior.
Algunos maestros habían pedido reposo. Tenían fiebre, les dolía la cabeza y
lucían hinchados. Noya le advirtió que debían iniciar una encuesta
epidemiológica lo más pronto posible.
Lunes
Noya llegó a la escuela acompañada por
médicos y bioanalistas del IMT para tomar muestras de sangre. Borrero convocó
una reunión para informar a los padres sobre la investigación epidemiológica.
Unos estaban consternados, otros ofrecieron ayudar. Una madre preguntó por qué
los médicos del IMT decían que sus hijos estaban enfermos si no los habían
examinado. Ella prefería consultar a su pediatra de confianza. Cuando se
enteraron de que había una maestra internada en el Hospital Universitario,
varias colegas pidieron tener prioridad para sacarse la sangre. Borrero se
negó. Primero los niños.
Martes
Un alumno de la sección B de
preescolar sufrió un derrame pericárdico. Tenía cinco años. Murió.
Isía estudiaba en la sección A y
también tenía cinco años cuando contrajo el Chagas. Ernisa Borrero, su mamá, la
llevó a varios pediatras y ninguno logró diagnosticarla. Nada le bajaba la
fiebre ni la inflamación en la garganta. Isía lloraba tanto que Ernisa perdía
la calma. Era enfermera. Un médico recomendó darle miel con aceite de resina
para bajarle la fiebre. Ernisa confió en la sugerencia y le rezó a su papá, que
había muerto unos meses atrás, para que no se la llevara.
Miércoles
El teléfono repicó en casa de Ernisa.
Era Graciela, su hermana, la directora de la escuela.
–¿Isía sigue enferma? –preguntó
Graciela.
–Nada le baja la fiebre –respondió
Ernisa.
–Tráela. Tenemos dos pacientes en la
escuela con Enfermedad de Chagas. Unos doctores investigan cuántos niños están
afectados.
–¿Chagas? No puede ser. Eso no tiene
cura.
–Ayer se nos murió un niño de
preescolar –dijo Graciela. Comenzó a llorar.
Jueves y viernes
Noya y su equipo se mudaron al IMT.
Tomaron muestras de sangre a mil pacientes aquella semana de diciembre de 2007.
Estacionaron sus carros día y noche dentro de la universidad, a las puertas del
instituto, resguardados por vigilantes. Se turnaban para comer y no interrumpir
el procesamiento de las pruebas de ELISA, un método de diagnóstico que permitía
identificar si la sangre de cada paciente tenía anticuerpos contra el Trypanosoma
cruzi. Si la concentración de anticuerpos superaba 0,230
unidades de absorbancia, el paciente estaba infectado.
Los investigadores dividieron a los
pacientes. Grupo 1: asintomáticos. Grupo 2: síntomas leves o moderados. Grupo
3: pacientes muy enfermos, en casa u hospitalizados. Almacenaron la información
en una base de datos: nombre y apellido, edad, sexo, diagnóstico,
manifestaciones clínicas, hospitalizado o no, lugar de hospitalización. A
medida que obtenían resultados, imprimían el diagnóstico de cada paciente en
hojas que llevaban un membrete con el logo del instituto y los valores que
obtenían en las pruebas.
La doctora Noya trabajó con su
esposo, Oscar Noya, médico parasitólogo también; la pediatra Raiza
Ruiz-Guevara, la bióloga Zoraida Díaz Bello y el bioanalista Luciano Mauriello.
Diagnosticar a todos los pacientes era tan urgente que pasaban las noches en el
laboratorio.
La semana siguiente
Detectaron 103 infectados. 77 eran
niños y 26 adultos. La infección era leve o moderada en la mitad de los casos.
En los demás era grave. Muchos corrían el riesgo de sufrir derrame pericárdico,
como el estudiante de preescolar. Nunca habían tratado a tantos pacientes con
Chagas al mismo tiempo. Nunca habían identificado un contagio de esa magnitud en
el país, menos aún en Caracas. Estaban frente al primer brote oral de
Enfermedad de Chagas registrado en Venezuela.
En la primera fase de la infección
por vía oral no hay síntomas. El Trypanosoma cruzi se reproduce en
el estómago y se disemina por el organismo. El parásito circula libremente; el
organismo todavía no dispone de anticuerpos para combatirlo. Se desplaza a
través de la sangre, se aloja en los músculos del corazón y lo inflama. Todo
puede ocurrir en ocho días.
Un niño diabético que nunca comía del
menú escolar apareció libre de Chagas en las pruebas. Reforzó la sospecha de
que los pacientes infectados comieron o bebieron algo contaminado que se
repartió en la escuela. El desafío era descubrir cómo se contagiaron.
La Escuela Municipal Andrés Bello
repartía desayunos, almuerzos y meriendas a 130 estudiantes en 2007. La mayoría
cursaba preescolar, primero, segundo y tercer grado. Servían arepas con jamón y
queso, sándwiches, avena, pabellón o pasta con carne o pollo, tortas y
galletas, acompañados con chicha o jugos de frutas naturales. Cuando sobraban
bebidas, se repartían entre los maestros. Todo se preparaba fuera. No había
cocina en la escuela.
Para identificar el alimento
infectado, Noya y su equipo preguntaron a los pacientes qué habían ingerido.
Descartaron las comidas y quedaron las bebidas. No todos habían tomado avena ni
chicha. Examinaron la lista de jugos hasta que descubrieron el único que
bebieron los 103 contagiados en un desayuno en la escuela: jugo de guayaba. El
doctor Noya planteó la hipótesis de que la infección se propagó a través de ese
jugo. Si encontraban un chipo en el lugar donde lo prepararon, confirmarían el
origen del contagio.
El Ministerio de Salud envió unos
inspectores al barrio El Tamarindo, al norte de Caracas. La señora que hizo el
jugo vivía en una casa de bloques a medio construir, a unas cuadras del
Hospital Vargas. No consiguieron chipos. La doctora Noya le encomendó el
segundo intento al investigador del IMT Matías Reyes. Era biólogo con doctorado
en Entomología y Ecología en la Facultad de Ciencias de la UCV. Estudiaba el
ciclo de vida de los insectos y sus relaciones con los humanos y el medio
ambiente. Criaba zancudos, moscas, cucarachas y chipos en la sección de
Entomología Médica del IMT. Inauguró el departamento. Diseñó los muebles del
laboratorio donde trabajaba y supervisó al carpintero que los instaló, en un
módulo detrás del edificio principal del instituto. A veces dormía en el
laboratorio para monitorear los experimentos.
En el caso de Chacao, los científicos sembraron la sangre
de los pacientes contagiados con Chagas en medios de cultivos para aislar a los
parásitos.
El profesor Reyes visitó la casa, vio
unos perros y preguntó dónde dormían. Supuso que buscaba un Panstrongylus
geniculatus, el chipo más común en Caracas. Le señalaron un rincón.
Al lado había un matero. Encontró un chipo vivo debajo del matero que permitía
constatar la hipótesis del equipo médico del IMT: el jugo de guayaba había sido
el vehículo de la infección. A pocos metros había una ventana sin vidrios,
detrás del fregadero de la cocina. La señora que preparó el jugo le contó a
Reyes que hirvió las guayabas en la noche y puso la olla frente a la ventana,
sin taparla. Había un bombillo encima de la olla.
La dueña de una bodega cercana a la
casa donde se preparó el jugo ofreció su negocio como centro de acopio de
chipos. Los días siguientes, vecinos del barrio recogieron chipos que
encontraban en sus casas con la técnica que les enseñó el doctor Reyes: abrir
una caja de fósforos, ponerla sobre el insecto, cerrarla cuando estuviese
cubierto, anotar en la caja el día, la hora, el lugar y la información de
contacto de la persona que lo capturó, y llevarlo al IMT.
Apenas arrancó el tratamiento de los
pacientes, las bases de datos en el instituto comenzaron a crecer. Los
investigadores añadían renglones para registrar las pruebas: exámenes de
sangre, rayos X, evaluaciones físicas, electrocardiogramas. Tomaban fotos para
documentar los efectos de la enfermedad en niños y adultos. En el bioterio,
donde se crían animales para experimentación, asignaron un ratón a cada
paciente. Llevaban sus nombres.
Les inocularon muestras de la sangre infectada.
Después de 11 días, les hicieron punciones cardíacas a los ratones. Sembraron
la sangre en medios de cultivos y aislaron el parásito. Identificaron dónde
estaba la infección en cada paciente y crearon antígenos para desencadenar
respuestas inmunitarias. Trataron a los pacientes con Nifurtimox y Benznidazol,
los únicos dos medicamentos, viejos y tóxicos, que existen contra la Enfermedad
de Chagas.
Daireth Juárez tuvo fiebre,
salpullido y dolor en la espalda. Tenía 7 años cuando se contagió. Su corazón
se inflamó. Salud Chacao le dio un monitor de ritmo cardíaco (Holter) para
registrar la actividad de su corazón por 24 horas.
La escuela donaba pilas para
los aparatos. Le aplicaron un primer tratamiento de tres meses. Su mamá le
mezclaba la medicina con jugo de durazno, de lo contrario era intragable. Tenía
náuseas todo el tiempo. Perdió peso. Seis meses después repitieron las pruebas.
El parásito todavía estaba activo. El tratamiento volvió a comenzar.
Una década después
Noya y su equipo siguieron la
evolución de los pacientes de Chacao durante los años siguientes. Los citaban
para el control anual en el IMT y repetían las evaluaciones. Publicaron
artículos en revistas científicas nacionales y extranjeras sobre el primer
brote oral de Chagas documentado en Venezuela.
Un lunes de marzo de 2016, la doctora
Noya recibió una llamada desde el instituto. Estaba en un congreso científico
en España. El fin de semana reventaron la puerta del laboratorio de Inmunología
a mandarriazos y robaron las siete computadoras que almacenaban la información
sobre los pacientes de Chacao. Lo que no había salido en pendrive o por correo
electrónico de aquel laboratorio, había desaparecido.
Daireth Juárez tuvo fiebre, salpullido y dolor en la
espalda. Tenía 7 años cuando se contagió con Enfermedad de Chagas.
Los médicos del Instituto de Medicina Tropical han monitoreado
a los pacientes de Chacao durante diez años.
Los delincuentes han destruido las puertas del Instituto
de Medicina Tropical a mandarriazos.
El robo de cables afecta las conexiones eléctricas del
instituto.
Algunos laboratorios no tienen suministro de agua
corriente porque se han robado las tuberías.
El bioterio, donde crían a los animales para
experimentación, es la sección más asaltada del Instituto de Medicina Tropical.
Las instalaciones originales del Instituto de Medicina
Tropical han sido intervenidas para reforzar la seguridad.
Asaltaron el IMT 71 veces desde mayo
de 2014 hasta abril de 2018. La doctora Noya registra en una base de datos lo
que han perdido en cada robo y los números de denuncias ante el Cuerpo de
Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas.
Se han llevado desde microscopios
hasta pocetas. El IMT compró puertas de seguridad con los recursos que podría
destinar a proyectos de investigación. Unas puertas siguen siendo de madera,
como las diseñó Carlos Raúl Villanueva. Otras fueron reemplazadas por rejas y
candados. A dos profesores los atracaron en el estacionamiento y les robaron
los carros, los celulares, las carteras. Después de dar clases, los científicos
llegaban a los laboratorios a las 5:00 de la tarde y trabajaban hasta las 8:00
de la noche. Ahora se van a las 4:00 pm y salen en grupo.
El profesor Reyes un día llegó al
laboratorio de Entomología Médica y no estaban las neveras donde guardaba los
reactivos. Tampoco la cafetera. Otro día desaparecieron los equipos de
investigación de campo: un peachímetro, altímetros, brújulas, GPS, botas. Otro
día se llevaron las tuberías de agua corriente. Hasta que arrancaron el
cableado eléctrico y el laboratorio quedó sin luz, al igual que las secciones
de Biohelmintiasis, Cardiología, el Centro de Análisis de Imágenes Biomédicas
Computarizadas y el bioterio. El edificio posterior del IMT no tiene
electricidad desde el año pasado.
El primero de mayo de 2018 se
quedaron sin Internet. Robaron 120 metros de cables de la Escuela de Medicina
Luis Razetti, donde se encuentra el nodo que suministra conexión a 11
dependencias de la UCV, la mayoría dedicadas a la salud: el Instituto de
Medicina Tropical, el Instituto Nacional de Higiene, el Instituto Anatómico, el
de Inmunología, el Servicio de Oncología, el Decanato de la Facultad de
Medicina, la Escuela de Medicina, las facultades de Farmacia y Odontología, el
edificio de Trasbordo y la Organización de Bienestar Estudiantil. Durante
varias semanas solo hubo conexión desde las 8:00 hasta las 11:00 de la mañana.
La UCV se convirtió en una cantera de cobre robado para revender en el mercado
negro.
El laboratorio de Entomología Médica
se volvió oscuro y caliente. Se llevaron el aparato del aire acondicionado.
Como los cambios de luz y temperatura no afectan a los insectos, hay
carameleras de vidrio y tobos llenos de mosquitos, chiripas, cucarachas y
chipos. En una de ellas están los nietos de los Rhodnius
prolixus que crió Pifano. Son cepas puras, útiles para pruebas
genéticas. En 2000, el Ministerio del Ambiente calificó la colección biológica
de animales vivos en insectarios del IMT como la mejor de Caracas.
Se escucha el aleteo de los bichos
mientras un estudiante de posgrado expone ante el profesor Reyes desde su
computadora personal. Cargó la batería en casa para que le diera tiempo de
mostrar todas las láminas de su tesis. El doctor puede caminar con los ojos
cerrados por el laboratorio. Se sabe de memoria el contenido de cada frasco y
el avance de cada experimento.
Cuando una empresa solicita
certificar la calidad de un insecticida, el laboratorio de Entomología Médica
del IMT lo prueba en 200 a 400 cucarachas alimentadas con perrarina que
contiene 22% de proteínas. No pueden tener menos que eso. Cuando los insectos
para experimentación están débiles, se corre el riesgo de certificar
insecticidas de calidad dudosa por errores en la muestra. A veces los
investigadores pagan la perrarina de sus bolsillos.
Después de que los delincuentes
mataron a cinco de los ocho perros que custodiaban el bioterio, se volvió la
sección más asaltada del instituto. Jeferson Muñoz criaba 250 ratones para las
pruebas de Chagas y toxoplasmosis allí en 2012. Seis años después, quedan dos
ratones para diagnóstico. Un gato gris se asoma por las ventanas de los
laboratorios que mantienen alguna actividad. Una vez los ladrones se llevaron -o
soltaron- 50 ratones que Jeferson infectó con Trypanosoma cruzi para
una investigación. Supone que las jaulas de plástico les parecieron valiosas.
Evita imaginar a los 50 ratones sueltos por el monte que conecta al IMT con el
Jardín Botánico y el barrio La Charneca, repleto de potenciales infectados de
Chagas.
En el laboratorio de al lado, el de
Micología, reventaron los estantes donde almacenaban esporas de años de
investigación. Como eran hongos altamente contagiosos, los Bomberos y la
Brigada de Control de Emergencias del Instituto Nacional de Higiene sellaron el
área, la aislaron y la descontaminaron.
El bioterio del IMT no puede mantener
a los ratones. En Venezuela no se produce ratarina desde 2017. Es el alimento
ideal para cumplir las condiciones de experimentación que estipulan los
protocolos científicos internacionales. La capacidad de diagnóstico e
investigación del instituto se desploma sin ratones. Ya no hacen la prueba
TORCH para comprobar si las mujeres embarazadas tienen toxoplasmosis, rubéola,
citomegalovirus, herpes o hepatitis. Solo quedan reactivos para detectar
toxoplasmosis y trozos de papel para entregar los resultados escritos a mano.
Se acabaron las hojas membretadas y la tinta para imprimirlos.
En junio de 2018, la Organización Panamericana de la Salud reportó picos históricos de contagio de malaria y
difteria en Venezuela en 2016 y 2017. Los investigadores del IMT tienen la
experiencia y la experticia para liderar una campaña nacional de emergencia que
frene la transmisión de estas enfermedades tropicales, opina Rafael Orihuela,
director adjunto del IMT por diez años y exministro de Salud.
El presupuesto que la universidad
asigna al IMT no alcanza para comprar detergentes y limpiar las áreas comunes.
Alumnos y profesores se pusieron guantes quirúrgicos para podar los jardines en
2017. Así celebraron los 70 años de la fundación del instituto.
El Posgrado Nacional de Parasitología
entró en cierre técnico en 2017. No hubo dinero para costear los experimentos
que hacen los estudiantes como trabajos de grado, por primera vez en 21 años.
Si en 2018 ocurriera un brote de
Chagas como el de Chacao, en el IMT no podrían ver los parásitos con cola y
forma de C fuera de los glóbulos rojos. El laboratorio de Inmunología no tiene
luz desde el año pasado por el robo de los cables. De los cuatro microscopios
que había, robaron tres. Como ya no crían ratones en el bioterio, tendrían que
comprarlos en el Instituto Nacional de Higiene, que tampoco tiene ratarina.
Once años después, no podrían detectar, diagnosticar y tratar a un centenar de
pacientes infectados con la Enfermedad de Chagas en una semana.
Otro investigador emigró. En los
pasillos del Instituto de Medicina Tropical, los profesores discuten, dudan, se
lamentan. Unos iniciaron trámites para marcharse. Otros confían en que la
situación del país cambiará; esperarán unos meses a ver qué pasa. La doctora
Noya tiene familia en España. Cada vez que analiza el dilema, concluye lo
mismo: “¿Qué voy a hacer en España? Aquí curo gente. Aquí me necesitan. Aquí
nací y aquí me quiero morir”.
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