En todo el territorio venezolano ya no hay un solo kilo de harina de maíz precocida
Tengo
edad suficiente para recordar el tiempo en que no existía la harina de maíz
precocida.
Esto
no confiere distinción alguna cuando se ha nacido en la segunda mitad del siglo
XX: también he asistido al auge y desuso de la máquina de escribir eléctrica
“de bolita”, del tubo de rayos catódicos y los teléfonos “de disco”, para no
hablar de la instauración de la regla del bateador designado.
Los
Rolling Stones han dejado dicho que el tiempo no espera a nadie y, así, he
alcanzado a vivir el día de la semana pasada en que ya no hubo en todo el
territorio venezolano un solo kilo disponible de harina de maíz precocida. En
esto último quiero ver una señal de lo frágil que puede ser toda invención
humana de esas que llegamos a dar por descontada.
La
noticia la ha dado el mismísimo Lorenzo Mendoza, presidente del grupo de
empresas Polar, fabricante desde hace más de medio siglo de ese polvillo sin el
cual, hoy día, es inconcebible la arepa, y que dio una vuelta de tuerca a la
llamada civilización del maíz en toda América Latina.
Se
trata, ¡confiemos en la Virgen de Coromoto!, de una carestía temporal que se
suma a las demás criminales carencias de alimentos y medicinas que el
socialismo del siglo XXI ha traído consigo. Lo cierto es que en los últimos 55
años nunca se habían detenido por falta de insumos las plantas productoras del
ingrediente insoslayable de la arepa y de los multisápidos pasteles de Navidad
que en mi país llamamos hallacas.
Los
expertos de la empresa achacan la paralización a un asunto de diferencial de
precios en el sector productor de maíz y, ¡cuándo no!, de turbios negociados
del Gobierno de Maduro, que monopoliza la importación de maíz blanco con doloso
sobreprecio.
A
comienzos de los años sesenta, en el mapa de mi Caracas natal, y para el caso,
de toda Venezuela, eran todavía discernibles centenares de molinos
industriales, casi todos de pequeñas empresas familiares, donde la tribu de
comedores de arepas llevaba el maíz pilado, esto es, descascarado caseramente
en un mortero de madera de diseño prehispánico, llamado pilón, con el que le
quitabas al maíz también el lumen: el elemento germinal del grano.
Todavía
de madrugada, mi vieja me enviaba con el maíz pilado y hervido en un recipiente
tapadito con un lienzo húmedo, y en el molino nos lo convertían en masa para
las arepas. Hasta que un admirable ingeniero llamado Luis Caballero Mejías
patentó un método que sacó del negocio a todos los molinos de Caracas y
convirtió los pilones en cosa de coleccionistas de artesanía criolla. Las
empresas Polar adquirieron la patente y, como suelen decir los cronistas
perezosos, “el resto es historia”.
La
aparición de este deshidratado prodigio generó en la población muy poca
resistencia al cambio, salvo quizá en mi difunta tía Margot, que hallaba
aberrante preparar en tan solo cinco minutos (“simplemente añada agua”) una
masa que solo quedaba bien si se contaba con la ayuda del tiempo.
Parafraseemos
una vez más la pregunta de Zavalita, al salir de la Crónica y mirar la Avenida
Tacna, sin amor: “¿En qué momento se jodió Venezuela?”.
A fe
mía que no fue no fue el día en que Hugo Chávez dio en desmantelar Petróleos de
Venezuela al despedir a 20.000 irremplazables técnicos petroleros, sino el día
en que cesó la producción de esa harina envasada en paquetitos amarillos con la
efigie de una risueña morena con pañoleta y grandes aretes rojos, muy parecida,
inexplicablemente, a la cantante brasileña Carmen Miranda.
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